17 de abril

Amigos,

Hace casi dos semanas que no nos carteamos y, sí, se extrañan mucho también en forma escrita, así que me siento a escribir especulando que alguno conteste. Tarde hermosa de otoño. En estos días íbamos a estar de viaje con Her por el aniversario de casados que fue el martes. Pasamos bien. Pedimos sushi, brindamos, nos sacamos fotos y hasta bailamos con los chicos. Ese día ni siquiera prendimos la tele.

Venimos tratando no matarnos con la información. Hablamos con amigos por teléfono, un poco el diario a la mañana, un rato de tele a la hora que dan los datos de contagio del virus, y listo. Igual, cada vez que se extiende la cuarentena llegan hasta casa los estertores de la opinión. Kari me cuenta en el wasap que la chimentera sentó a Del Caño con Iglesias y lo gorila todo –como decía Casullo– volvió a comulgar. Entro a FB por Sangrre, y veo de reojo una publicación del desclasado perpetuo cargando contra un dirigente sindical, la AUH y el impuesto a la riqueza. No me faltan los wasaps con ironías sobre la capacidad de Alberto –corridas, chicanas, ¡después vuelvo con esto!–. Hasta alguien me reenvió tendencias de Twitter –espacio al que no entro justamente… bue, ya saben–: la que me acuerdo ahora era sobre la indignación de los que pagan una cobertura médica cara “para no ver negros” pero “pasa Hitler” y con un decreto deja que “un Brian y una Sheila” se le acerquen. La exposición no depende de mi voluntad. Obvio. Llega, todo llega, y acá estoy, amigos, inerme, disponible. Sin posibilidad de sustracción, como todos.

Les cuento esto porque, no sé, las intervenciones del “otro periodista”, el “otro opinador” con su nada –pero también con su todo– tientan a la eliminación, más allá de saberlo imposible. Como si la práctica wasapera operase configurando en otros alcances las acciones de interrumpir/ bloquear/ eliminar/ silenciar. Eso. Hasta llegué a pensar un estado de wasap para el caso, sería: “Advierto, ¡sin contrato no hay conversación!”. Pero, bue, de ese tipo de capricho ya nos redimió el catecismo o algún dirigente sindical.

A ver, ahora en serio: la pandemia es tan potente en producción de símbolos que por momentos me inquieta menos el conflicto de intereses de comarca que lo regresivo de nuestros problemas de “mediación” desbordante. Quiero decir, el tono, el código; lo desajustado de la forma contractual en relación al tiempo y la experiencia criolla. No pierdo de plano la invitación de Emilio a la serie de misivas históricas, y (nos) recuerdo la primera carta quillotana de Alberdi (a Sarmiento en enero de 1853) persiguiendo la línea del xénos mestizo con el que compartir final y apaciblemente una misma lengua y comunicarnos. Me gusta imaginar a Juan Bautista sentado en su casaquinta chilena procesando esa presencia de Sarmiento (“y sus amigos”) que vienen a irrumpir con la carta en que se le dedica “Campaña en el Ejercito Grande de Sud América”. Un reposo interrumpido por la presencia de esa dedicatoria que sobrepasa la medida de lo que puede absorber la visión alberdiana. El clarísimo malestar con que escribe esas primeras líneas: “Sea cual fuere el mérito de su ‘Campaña’, probable es que no hubiera yo leído ese escrito…”. El derecho de leer y escribir lo que evite, en cada caso, el choque de retraimiento, ¿sería un aporte para pasar esta pandemia? Quizás… seguro que no; lo digo un poco provocativamente, para tener una excusa y pensar ese excedente ¿metafísico? que desborda y llega (todavía) hasta acá.

En fin, otro caso son los propios. A quien mi querido Mati me llama a leer con menos enojo que compasión. Hago el esfuerzo por entender el tipo de sensibilidades políticas para procesar todo esto en cada caso. Obviamente, como pensamos, el Decreto 329 sin fuerza policial en el Ministerio de Trabajo para evitar despidos no sirve; y la presión a los bancos para que liberen los créditos era para hace dos semanas atrás, claro. Pero en lo desacompasado del gesto político algunos se empecinan (¿será la eficacia de Asís?) en ver una “imitación” de Alfonsín por parte del presidente. En realidad, más que del sistema de citas y alguna referencia gestual no pasan aún; eso me hace pensar. Es como que resonara una vieja crítica a Alfonsín sobre la figura de Alberto, como en un Simulcop. No encaja del todo bien, ¿no?

Lo tengo que pensar mejor, pero creo que está bien empezar por donde lo dejamos el otro día en el grupo: hay algo que regresa –y, otra vez, las regresiones– de una sesgada lectura de nuestra derrota en los ’80. Al fin y al cabo, la forma en que se procesan las derrotas, las lecturas que la acompañan tallan más de lo que se cree. Hay como una urgencia en la incipiente crítica de nuestros compañeros que aumenta –aún más que lo que pretendería Alberto– la figura de Alfonsín mientras olvida al Cafiero de la Carta abierta a mis compañeros del ’83, o a Ubaldini, como acotó Lu. Agrego, amiga mía, en honor a nuestra estirpe y la eterna conversación: soslayan la experiencia del ubaldinismo en cuanto lengua menor que encauzaba en los ’80 esa pasión siempre torpe de la unidad.

Pero cada uno entró a esta pandemia con lo que tenía puesto. Su experiencia y su lectura; su lugar y su forma de procesarlo. ¡Se hace entonces el esfuerzo para tampoco caer tempranamente en eso de que “todo el mundo es peronista hasta que hay que ponerle el culo a la jeringa”, je! Y bueno, en última instancia, Alberto es también la reacción de los que extrañaban el aura democrática, la cruz papal en armonía sobre el pueblo, pero con un sentido de comunidad nacional arrollador. Sigue intacto, al menos para mí –esto es con lo que entré a la cuarentena–, el valor de este gobierno peronista de unir en un frente legislativo a Massa con Kirchner, de mantener cierto control sobre el nuevo acuerdo con el Fondo, de pactar con los intendentes y suprimir la discusión sobre la legitimidad de los subsidios. Al fin y al cabo, el intento de una restauración también contiene el anhelo progresista del demócrata sobre el cuerpo criollo y no se aleja tanto del sueño peronista del ’83… proceso del que Alberto estuvo muy al tanto, jamás claudicando de la filiación, como Néstor.

En fin, ¿qué en esta pandemia no es regresivo? Cada uno a su manera busca inocentemente algo en ese retorno. Encontrar algo objetivo al final de esta reclusión. Algo que quede y sea particular, como el viaje de Gina poniendo cuerpo a sus resonancias transatlánticas. Algo que quede y sea colectivo, como el lema de Borri “el coronavirus pasa, la comunidad organizada queda”. Volver no como melancolía del humanismo perdido sino como dominio. ¡Regresar es dominar algo (suena a la bajada de un peronismo de alta gama), je!

Me fui al carajo… ya sé. No escribo más; mientras proceso esta perseverancia mía, sucede esa flexibilidad en la que este virus puso en remojo absolutamente todos nuestros modos singulares. Ante ese hecho concreto, humildad y respeto bastarían para comenzar…

Los quiero, solo espero verlos para confirmar en sus miradas que todo lo nuestro está intacto más allá de la catástrofe.

Kari

 

17 de abril

Amigxs queridxs,

Los días pasan y tardan en salir estas líneas, imaginadas una y cien veces en la mente hasta que finalmente acceden a pasar por los dedos y aparecer en la pantalla… y son otra cosa, escritura que vaya a saber adónde va, justamente ahora que la tarea es, como dice Cefe, detener el mundo, “hacerle una zancadilla” para, se me ocurre y entiendo, a partir de esa quietud, ser capaces de percibir lo por lo general imperceptible, que es que, por supuesto, eppur si muove. Y a partir de ese movimiento terrestre y otras constantes elementales, físicas y materiales –como la de “somos y no somos”, precisamente, hermana de aquella otra que dice “tal como revoltijo de cosas echadas al azar es el más hermoso revoltijo, así el mundo”– podamos reestablecer el sentido de nuestro movimiento (humano, demasiado humano).

Pero basta de lo oscuro, y avanti las resonancias, que es eso en lo que no dejo de pensar a partir de leer y releer lo que ustedes escriben y dicen y hasta no escriben todavía (como, por ejemplo, aquello de Kari de que a la cuarentena cada uno entra con lo que lleva puesto, ¿así era?), en cómo las ideas y las imágenes resuenan en cada unx, o lo convierten a unx en instrumento que vibra, resuena y devuelve eventualmente algo de eso a su modo, en su tonalidad.

Eso es lo que me pasó, por ejemplo, con algo que Gina dijo en su carta: “la total incertidumbre tiene algo de abismo que me hace sentir viva”. Una definición que me trajo al instante un recuerdo específico. ¿Vieron ese juego que siempre se hace de “dónde estabas cuando pasó / te enteraste de x cosa”? Yo soy malísimo para eso; siempre lo atribuí a cierta falta de velocidad mental en este punto, a un tipo de entendimiento lento de la “magnitud histórica” de los acontecimientos, que hace que, al reconocer esa dimensión recién más tarde, siempre a posteriori del instante, no tenga memoria precisa de qué estaba yo haciendo en el entonces en cuestión. Bueno, esta es precisamente una de las pocas excepciones a la regla. Me acuerdo con intensidad del momento en que, de chico, una tarde, en el viaje de vuelta de una clase de inglés (en auto, aunque era a cuatro cuadras de casa), mis viejos comentaron que se había incendiado una central nuclear en la Unión Soviética, y que había liberado una nube tóxica que amenazaba Europa (“aunque difícil llegue hasta acá”, aclararon, sin que, supongo, el comentario terminara de tranquilizarlos a ellos mismos). Me acuerdo también que en ese momento miré el atardecer desde la ventanilla del viejo Peugeot 403 celeste, noté que el cielo y las nubes tenían sin lugar a dudas un color distinto a todos los que hasta ese momento había conocido, y sentí una euforia intensa, provocada por la posibilidad de que el mundo no volviera a ser el mismo –o, quizás, por la certeza de que el mundo no volvería a ser el mismo.

Pero, pienso: ¿habrá sido realmente así? ¿Esa sensación no sería una extensión o un encabalgamiento o un contagio de aquella otra muy similar que también recuerdo cabalmente haber vivido otra tarde de ese mismo 1986 –en este caso no me acuerdo exactamente cuándo, pero la sospecho veraniega y anterior a ese fin de abril–, justo al terminar de leer de un tirón, por varias horas y en secreto (ya que parece que no era una lectura adecuada para los nueve o diez años de edad, y en consecuencia estaba guardada en el cuarto de los grandes), las trescientas y tantas páginas del primer tomo de El Eternauta? Esta, digamos, segunda resonancia viene a cuento, supongo, por todo lo que podría decirse sobre la extraordinaria peripecia de esa invasión extraterrestre en contrapunto con este nuestro presente incierto: la casa como bunker primordial y a la vez precario, limitado; su posterior puesta en tensión como espacio autosuficiente, y el entendimiento de lo imprescindible de la organización colectiva y comunitaria para afrontar y enfrentar la nueva situación; la riqueza de la paleta de afectividades que atraviesan y colorean a sus personajes y episodios; la ciudad abruptamente vacía y trastocada, de espacio de urbanidad naturalizado a territorio impredecible de un batalla inédita…

De la infinidad de obviedades que se me vienen a la cabeza a propósito de ese posible contrapunto, hay una sin embargo que se me hace irresistible, y tiene que ver con quienes comandan la invasión a la Tierra (que –si conocen la historia ya lo saben, y, si no, el dato no califica como spoiler– no se dejan ver en ningún momento). En un momento, los protagonistas atrapan a un “Mano”, extraterrestre antropomorfo que hasta entonces parecía ser el invasor principal. Ya moribundo, el “Mano” cuenta que en realidad su raza había sido vencida, controlada y usada como fuerza de choque por los verdaderos líderes de la invasión, que vienen conquistando y destruyendo planeta tras planeta, y los define así: “Ellos son el odio, el odio cósmico, Ellos quieren para sí el universo todo”. Cuando, en otro enfrentamiento, esta vez dentro del subte, los protagonistas vencen a un segundo “Mano”, uno de ellos, Franco, el tornero (¡delicia homérica, la de Oesterheld!), decide no abandonarlo en los túneles y ayudarlo a morir de cara a las estrellas, diciendo: “Morirás a tu gusto, Mano, de cara al cielo… Tú no eres un enemigo, los enemigos son los Ellos, no los Manos”. El odio cósmico como enemigo invisible, ¿les suena a algo?

En este punto preciso soy asaltado por una nueva resonancia. ¿Eco del eco del eco? Al ver veremos. “Lo visible” es un relato de Juan José Saer incluido en Lugar, su último libro de cuentos, publicado en el año 2000. Su narrador se presenta como uno de “los viejos” que, al mes nomás del incendio y de la explosión del reactor nuclear, deciden, cada uno por su cuenta, volver a sus pueblos y a sus hogares. No les cuento el cuento porque es breve y muy hermoso y pueden leerlo. Lo que sí quisiera señalarles es que en él “lo invisible”, que en principio parece limitarse a nombrar la radiación, es una fuerza que se esparce también en términos semánticos, hasta llegar a abarcarlo todo. O casi todo, en la medida que antagoniza precisamente con lo que da nombre al relato, y que el narrador, apasionado por la pintura, conoce de joven por influencia de su maestro –“de su proximidad rigurosa y mágica me quedó el gusto exaltante de lo visible”– y a cuyo estudio dedicará en adelante los “ratos de ocio” que la vida le permita, como “manera de buscarle un sentido al mundo”. ¿Cuál es el corazón de esta búsqueda, que este personaje ha ensayado toda su vida a través de la pintura, tal como otros de sus vecinos, dice, tocaban el violín, escribían versos o memorias, o montaban “alguna que otra obrita de teatro”? “Saber que las cosas son y no son al mismo tiempo: eso es lo que pone de manifiesto el sentido del mundo” (¡ea, de nuevo el de Éfeso!). Y esto, dice el narrador, es lo que la activación de lo invisible ha venido a trastocar: “La explosión vino a expulsarnos de nuestra patria común, que es lo visible”.

Sería errado, pienso, que en virtud del estoicismo nostálgico que lo sostiene el relato fuera leído alegóricamente como una vindicación del mundo soviético que en aquellos años se desintegra de manera literal. De hecho, el texto siembra pistas claras en contra de esa lectura. Pero no por eso deja de haber en él un sentido político profundo –y corrosivamente materialista, a riesgo de decirlo mal pero pronto– en relación con su perspectiva crítica acerca de “lo invisible” que se infiltra en los cuerpos hasta el punto de volver imposible cualquier exterioridad. No hay odio en este caso: “lo invisible” como fuerza destructiva, disgregante, mortífera es, finalmente, neutro; pero sin duda su “expansión casi infinita” alude a una dimensión cósmica puesta en juego en términos antagónicos.

Pero no era todo esto lo que en principio quería contarles –disculpen las vueltas y más vueltas, espero que dormidxs no se vayan quedando–, sino que aquel recuerdo de infancia disparado por aquello que escribió Gina me empujó a buscar y releer una novela breve pero deslumbrante de Carlos Ríos, poeta y narrador fenómeno de La Plata, que se llama Cuaderno de Pripyat y que abre con dos citas, una de ellas, claro, perteneciente al cuento de Saer: “Es verdad que las cosas, durante esa primavera –la explosión había sido en abril– eran, por su tamaño, su color o su forma, un poco diferentes de lo que siempre habían sido, como si a causa de la explosión un nuevo mundo, colateral del primero, pero que terminaría suplantándolo por completo, hubiese empezado a proliferar”.

Este “nuevo mundo” es el que Cuaderno de Pripyat despliega, a través de un tal Malofienko, un periodista en trance de volverse “no artista” que, con la excusa dudosa de una investigación para un documental, hace un viaje desde Suiza a la ciudad ucraniana de la que a sus pocos meses de vida fue evacuado tras el incendio de la planta nuclear. La novela, por supuesto, rebosa de paisajes desolados y está armada a partir de una estructura fragmentaria que incluye registros de incursiones a la ciudadela abandonada, desgrabaciones de entrevistas, fragmentos narrativos que oscilan entre lo historiográfico y lo onírico, transcripciones de emails, retazos de informes técnicos de organismos internacionales… Muchos personajes están construidos bajo una lógica que parece una versión escrita del found footage cinematográfico, a caballo entre la realidad y la imaginación, y están rodeados de una abundante miscelánea mediática integrada por videos caseros subidos a YouTube, llamadas telefónicas recibidas y rechazadas, videojuegos fallidos, collages visuales que abrevan tanto del surrealismo como del modernismo, fotografías, imágenes y teorías sobre la imagen. Y, por si con todo eso no alcanzara, la historia está poblada de animales –domésticos, salvajes, mutantes, dudosos, inclasificables, (pertenecientes al Emperador…)– que comparten con las personas una común geografía estallada. Un mismo y único mundo, como queda explícito desde la primera oración: “El hombre regresa al lugar donde nació, después de permanecer en un asentamiento volátil, y encuentra que ambos sitios son semejantes, las caras de una misma moneda”.

Nuestro mundo, y acá es adónde quería llegar. No el anterior a la catástrofe, al incendio, al accidente, sino el nacido y desplegado a partir de ese acontecimiento. Cuadernos de Pripyat, diría, trata de preguntar qué siguió ocurriendo en el mundo a partir de que “lo invisible” se activó. Y lo que estamos viviendo hoy, se me ocurre –y el hecho de que tampoco los muertos están seguros, y que el enemigo al parecer no quiere dejar de vencer– demuestra que “lo invisible” no ha dejado de activarse, ¿cierto?

Espero leerlxs pronto!

Abrazos a la distancia,

Emilio.

PD: Hablando de “intercambio epistolar de emergencia” –como bien lo bautizó Mariano–, y también a propósito de todo lo de más arriba, no puedo menos que dejar al menos anotada por acá la carta del domingo de Pascuas de Francisco dirigida “a los hermanos y hermanas de los movimientos y organizaciones populares”, ¿no? Lejos de rehuirle a las metáforas, hizo lo que hacen los mejores, de Evita a Oswaldinho de Andrade: deglución, resignificación y a la bolsa. “Ustedes son un verdadero ejército invisible… un ejército sin más arma que la solidaridad, la esperanza y el sentido de la comunidad… Ustedes son para mí verdaderos poetas sociales…”. Y la reivindicación de “un salario universal que reconozca y dignifique las nobles e insustituibles tareas que realizan” como planteo central. Cristianismo y peronismo y zapatismo y postobrerismo y feminismo y biosindicalismo y…y…y… Pavada de amor por la multiplicidad y la conjunción, el de Francisco, pavada de sagacidad política. “Provocar una afectación que procure, desde su propia enunciación, la contención de una angustia que nos haga crear lazos, comunidad, instituciones”, decía Lu la otra vez, y no deja de hacerse cada día más patente que por esos lados va la cosa, ¿no?