Pasando por allí, le siguieron dos ciegos gritando:
«¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!»
Y Jesús les dijo: «¿Creéis que puedo hacerlo?»

“Claro que podemos ganarle a Macri. Cómo no le vamos a poder ganar a Macri” fue la respuesta rotunda de Alberto Fernández la segunda vez que lo entrevisté hace exactamente dos años. Lo había conocido en 2010, en la coyuntura particular de la división de la CTA y una serie de discusiones sobre lo constituyente en América Latina que dábamos desde la revista Pampa. Este segundo encuentro ya fue para Sangrre, y en otro marco, menos reflexivo, más desesperado. Llegamos con mis compañeros a verlo tratando de comprender qué pasaba realmente en el peronismo que nos dejaba a merced de tamaña tormenta. La respuesta a nuestra ansiedad acumulada estaba ahí delante nuestro: un acto de fe, su propio acto de fe.

Toda tormenta tiene una lección. La seguridad de Alberto, incluso en el momento en que no tenía plan particular al que invitarnos, ningún esquema organizativo que proponernos, fue la nuestra. Enfrentando la furia del viento. Tambaleando para todos lados sin controlar el vértigo de las olas, uno no está muy dispuesto a escuchar la cuestión de fondo: el barco cruje, pero no se hunde, ¿van a seguir corriendo todos para cualquier lado hasta caer en el abismo?, marcaba cauteloso. Lo seguí llamando para contarle tal cosa, para invitarlo a reuniones, para avisarle de algún desguace específico en el campo de batalla. Incluso tuvo tiempo de pasar a charlar, de contarnos desencuentros, de remarcarnos su insistencia.

Poder ver lo que es posible integrar –su don nato para el armado político–; poder mantener el aplomo cuando todos gritan; arremangarse para el trabajo en todos los espacios donde lo solicitaron; atender todos los mensajes que implicaban los caminos hacia la unidad; ya sería todo lo que uno puede esperar de un líder. Pero, además, está esa otra cualidad que sujeta políticamente: la forma de llamarnos, la forma de decidir, de atribuir oficio al otro en tiempo y lugar, la construcción de autoridad. En esa forma particular que tiene cada liderazgo, Alberto se planta desde la capacidad apelativa: “¿Seremos capaces, como Argentina Unida, de atrevernos a construir esta serena y posible utopía a la cual nos llama hoy la historia?”. Una apelación que resuena en otra serie de preguntas –¿Dónde estoy parado? ¿A quién sirvo?– que no deja margen para delegar en el líder la parte que nos toca. Una pedagogía del desafío y del respeto para situarnos de cara ante el espejo de la responsabilidad. Una forma, su forma, de retomar el mandato paternal en la patria: “Serás lo que debas ser o no serás nada”. Una figuración que, anclada en la nobleza del médico, del maestro, del cura de un pueblo –se come, se cura, se educa–, viene a comprometer a toda la tripulación en la travesía de crecer.

El amor se edifica más sobre una figura que sobre un punto, más sobre una dedicación que sobre una pasión. La geometría albertiana descansa sobre un sentido cauteloso, respetuoso de los tiempos. En la deslegitimación del liberalismo, del cinismo, de las prácticas de fuga de verdades y de capitales, del empobrecimiento material y espiritual de los argentinos, el plano del amor que propone Alberto es de dedicación exclusiva. Su potencia política, nuclear, lleva escrito: no hay otra política que la política. No hay posibilidad alguna de alianza entre el bien y el poder individual. No hay “pueblo” que no sea entrega al amor, brindarse a los otros. Ese núcleo, como la categoría de pueblo, es teológico antes que sociológico. Un núcleo con movimiento autónomo a la producción de los actos, también con cierto componente irracional; un espacio –construido por una constelación de voluntades– para marcarle el offside a muchos empoderamientos desorbitados tanto económica, como política y socialmente. No hay poder en el capricho, no hay poder en la indiferencia, no hay poder en la persecución, no hay poder en lo que cierra.

Se abre. La seguridad de Alberto en la metáfora ochentista inconclusa abre. ¿Y si ganamos?, dijimos en mayo. ¿Y si podemos más? ¿Y si somos capaces de crecer? No importa que esté la cubierta toda sucia de mentiras en cadena. Importa que la santabárbara guarda el orden democrático en el centro gravitante, y que lo que hay que hacer acá arriba tiene menos que ver con el peso propio que con cierto dejarse llevar por algo que escapa en algún sentido a lo concreto y empieza a depender de la fe.

Y allá vamos, con todo lo que tenemos adentro. ¿Quién quiere perderse esta batalla? ¿Quién no quiere medir su nobleza y valentía? Todos muertos de calor, en esta plaza nuestra. Mirándonos a los ojos antes de subir a la nave, despidiéndonos de nosotros mismos: aquellos púberes que el 9 de diciembre de 2015 dejamos desolados en el puerto. Vamos abiertos a lo que pueda suceder. Como dice un compañero: todo es presentimiento cercano a la ilusión. Sobran las palabras, hay silencio. Mientras en el borde de mi litera cuelgo la imagen de un Cristo suplicante, humilde, pensante que esta en la primera nave de la Iglesia de la Merced y dice: “Humildad y paciencia”.