Pasaron algunas semanas desde que Alberto Fernández fue elegido para conducir nuestro país por los próximos cuatro años. Transitamos una felicidad hermosa y significativa por subalterna, por nacida desde las convicciones de lo vital de la política, por excesivamente verdadera. Pero, a la vez, la sentimos cargada de fragilidad. Como si siempre se invirtiera la carga de la prueba, nos cobraran orsai otra vez y volviéramos a tener sobre los hombros la responsabilidad de empezar, con calma, toda la jugada de nuevo. Aprendimos: cuando el cualunquismo se “politiza” –como lo hizo con fervor una vez que se supo derrotado desde las PASO– contiene una carga de violencia y recelo, bajo novedosas lógicas y figuras, que puede volver a expresar sin sonrojarse la necesidad de la desaparición simbólica de otras identidades y de cada una de sus conquistas. Una pulsión que trabaja sobre la disolución de los sentidos comunitarios, que juega al límite de cualquier institucionalidad, que opera al borde de las posibilidades de lo que se puede decir. Subrayamos: no hay representación política de la barbarie.

En esas coyunturas –las cercanas y las próximas, las propias y las regionales–, volver la mirada sobre cómo se transitaron estos cuatro años, sobre nuestra forma de sostenernos y recomponernos, ayuda a habitar la pregunta acerca de qué es lo propio que no se puede soslayar. Qué atesoran nuestras matrices, miradas, representaciones y legibilidades, nuestras prácticas y conversaciones, que hicieron y hacen a la tarea de reanudación de lo político como espacio fértil para construir un tiempo sobre las ideas de comunidad, justicia, decisiones soberanas y derechos.

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Acabo de leer dos libros que inician cuando sus protagonistas deciden llevar un diario durante un período en el que se ven destinados a la imposibilidad de desarrollar sus vidas con plenitud. Un momento que los obliga a llevar un registro de un cambio de sus costumbres y decisiones, de una obturación de lo vital donde ronda la muerte (simbólica y real), un ostracismo frente a la imputación y la condena del otro. Como si las formas de expresión, de escritura, emergieran desde la necesidad de conjurar el hechizo de lo que acontece. En el Diario del acostado, Asís retrata los años en que su personaje y alter ego Oberdán Rocamora sufre el exilio laboral de la primavera alfonsinista, frente a la condena moral de la progresía social demócrata y la proscripción del Grupo luego de publicar Diario de la Argentina. Con registros bien distintos pero un gesto parecido, en Un año sin amor Pablo Pérez lleva un diario sobre lo que él considera un año bisagra en su vida en la comprensión de que puede ser el último. Enfermo de SIDA, se somete al tratamiento del cóctel de AZT, DDI e inhibidores, con las consecuentes modificaciones de todos los órdenes de su cotidianidad. Sobre el hilo conductor de las rutinas y rituales con que cada personaje enfrenta estos desafíos diariamente, hay ejercicios de anticipación a posibles derrotas, minimización de frustraciones ya acaecidas, formas de aceptar lo trágico con un realismo sensato. Al comienzo del macrismo, con algunos compañeros pensamos en llevar un registro por el estilo que contuviera los conflictos a los que la coyuntura nos sometía. Escribir, como si el objetivo fuera no querer perder lo transcurrido, bajo la creencia de que nuestra existencia se propaga, sistemática y diferentemente, hasta conformar un sentido donde puede y es significativo que no se desvanezca. El formato fue un grupo de wasap; Peronismo o barbarie, su nombre.

Un registro con ese tono tiene la virtud de ser un discurso que, aunque por momentos parece un soliloquio, una confesión, un drama personal, está hecho ante y para otro. Siempre hay otro. Y no cualquiera: uno que intuye de antemano lo que se le va a contar, pero a quien, sin embargo, es necesario reiterarle eso sabido y compartido. En esa redundancia, en esa reincidencia, la palabra es un gesto de amor. La reafirmación en la lengua, por su forma anárquica de expandirse, de desanudarse, puede amparar todo lo frágil. La fragilidad del momento, de la relación con los demás, de aquel a quien se quiere contener. Una certidumbre: el amparo de cada uno de nosotros está en quienes compartimos el mismo registro sobre la misma experiencia. Segunda confirmación: lo popular tiene valor porque su desarrollo político está en la capacidad de leer cada gesto del otro y engordarlo cuando lo anudamos a nuestra sensibilidad y lo volvemos memoria para todos. Finalmente, la responsabilidad política: sostener esos gestos, ya que ese artilugio resguarda todas las formas de cuidado.

En las confesiones de los dos libros mencionados hay algo que resiste, que desafía todo intento de búsqueda de la verdad de una reflexión a la que nunca se llega. O que está omnipresente, porque es la trama misma donde se instituye la relación con los demás. Las escrituras vuelven visibles la necesidad de decir el modo en que se patentiza esta relación pero como resto inconfesable y opaco. Como la historia se organiza a partir de lo que falta y no por lo que sobra, decir/escribir es la única forma de contener lo políticamente no representado. Así se ampara la pregunta sobre la democracia popular, bajo la seguridad de que estos dos términos se implican mutuamente, que no pueden existir por separado, que producir política es necesariamente producirla juntos. Ahí es donde cualquier proyecto de derecha se agota o, al menos, encuentra un límite.

Hay una certeza también en los dos relatos: uno siempre está en una lista, y saberlo, hacerse cargo –como se pueda–, organiza el orden de la materialidad, que es lo que sostiene las estrategias de vitalidad posible. Al inicio del gobierno macrista nos atravesó esa sensación de ser parte de un cuerpo con el que no se quería entablar más relación. Cuando se pone en jaque esa verdad de fondo del mundo, la experiencia de vacío se patentiza, se palpa y uno puede apagarse, incluso perderse. El recurso intuitivo es el compromiso concreto e inapelable contra la injusticia y la miseria, con la mirada y la seguridad anclada en lo propio. Con esa misma convicción, habrá que darse ahora la tarea de construir desde nuevas imágenes teóricas que puedan explicar las identidades victimizadas de esta época y sus formas políticas de reparo. Sobre todo después de tanta tinta derramada por las razones teóricas que pretendieron explicarnos lo maravilloso de la nueva derecha democrática latinoamericana que culminó, una vez más, en escenas de barbarie sostenidas por la irracionalidad del desprecio.

A lo largo de cada una de las entradas de los diarios de Rocamora y de Pablo Pérez está la pregunta sobre la difícil relación entre tiempo y fatalidad. Está la urgencia del presente y la operación sobre el futuro y las posibilidades del devenir. Como solo hay futuro para quienes viven un presente sin muerte, la pregunta que nos rondó estos años –y que sigue importando ahora y en el futuro inmediato– es cómo transitar en el tiempo con un cuerpo popular que fue bombardeado, fusilado, perseguido, proscrito, encarcelado, torturado, desaparecido, traicionado, y vuelve a ser injuriado, maldecido, impugnado. Sucede que de todas formas la política no desaparece y menos donde no se cansan de esperarla desaparecida. Sigue existiendo en la disposición de lo popular a reunificarse frente a la barbarie; en todas las formas de resistencia a las políticas de despojo de derechos; en los movimientos que organizan salidas colectivas a las crisis y canalizan las frustraciones para alivianar la carga entre todos. Así la política puede escapar a la muerte. Pero deberá también combatir sus propias formas de entierro: las burocráticas, las institucionales vacías, las sobrevivencias miserables, las políticas instrumentadoras, las lógicas verticalistas, que la alejan de lo real y de la misión que la hace renacer: inaugurar nuevos órdenes para lo justo.

Las dos novelas concluyen cuando aparece la posibilidad de la vida. En un caso de manera más explícita con la llegada de un hijo; en el otro de manera más indirecta, la sobrevivencia al que el protagonista pensó sería su último año. La capacidad de albergar lo vital, su heterogeneidad, su novedad y sus contradicciones y dificultades reales, es lo que nos queda del sueño de otra historia posible. Pero la condición de la vida es precaria, contingente, momentánea. Por eso la cautela y el cuidado: porque solo eso es lo que sostiene la posibilidad de la política. Por un rato será necesario olvidarnos, para poder seguir, de todos los momentos en que durante estos años nos costó respirar, de cada situación que nos hizo transitar por zonas inhabitables, a sabiendas de que el mal no tiene compasión ni memoria y que es impenetrable y despiadado. Jaquearlo tendrá que ver con nuestro horizonte vital, con ser capacidad de respuesta a las sensibilidades de nuestro tiempo.