La Argentina vive un precipitado clima electoral. Los argentinos no tanto. Otras preocupaciones y distintos problemas ocupan el mirar cotidiano de la mayoría de los electores que en agosto, octubre y, tal vez, en noviembre decidirán mediante la exteriorización de una parte de su voluntad quien gobernará el país los próximos cuatro años.

Habiendo encuestas para todos los gustos, sería poco útil, en términos de certeza, aferrarse a esas estadísticas para intentar una descripción con alguna eficacia en lo periodístico. Pero, como las brujas y los tréboles de cuatro hojas, que las hay, las hay; y marcan –aún con lógicas distancias con el día de las elecciones y, en virtud de eso, naturales inexactitudes– algunas tendencias.

Y esas aproximaciones nacidas de la técnica de la inferencia –“encuestas” dicho en forma pomposa– hablan del estado de conciencia de millones de argentinos en esta etapa determinada, en este contexto histórico y ante el cercano momento en que deberán elegir autoridades. Y al decir “estado de conciencia” pretendo explorar niveles de comprensión política en cada argentino que van mucho más allá que el guiarse por el valor del dólar, la inflación y el tema económico. Creo, sostengo y debato que los argentinos, en esta fase, van a votar por su aproximación y ligamiento con cuatro estados simbólicos de las ofertas electorales, todos sustentados en lo político y en el interés de clase (no en sentido clásico sino como demanda sectorial). Ellos son: 1) Lo que dicen los candidatos y concuerda con su realidad; 2) Lo que dicen los candidatos y concuerda con lo que quiere que sea su realidad; 3) Su modelo de sociedad y el espacio electoral donde lo perciba mas reflejado; y 4) Sus anhelos ideológicos, emocionales y vivenciales ante una elección presidencial.

La creencia de esta cronista en la existencia de una lucha política por sobre conductas electorales basadas en estimaciones económicas reconoce, como parte de la pugna electoral, memorias históricas y experiencias de clase que, como llegadas de cien, setenta o cincuenta años atrás, se instalan en la conflagración de hoy cual si tuvieran modernas virtudes para dividir la sociedad. Atención, no califica esta nota el atraso del conflicto, lo describe. No es importante cuánto atrasa, sino que existe. En ese existir se ubica la lucha electoral de la cual devendrá un modelo de país, una forma de administrar los recursos públicos y sus posibles excedentes; y, sobre todo, quien gane las elecciones podrá fijar objetivos estratégicos desde el poder que brinda manejar un gobierno.

Será más fácil si brindamos ejemplos de esta semblanza que prevemos dará marco a las elecciones, y que como bien conocen no es tributaria de casi ningún colega ni política ni medios, que insisten e insisten con la ramplona muletilla del “veranito económico” y que “si baja el dólar mejora un candidato pero si sube mejora otro”. No nos hacemos cargo, ni siquiera por simpatía corporativa, de tamaña pereza intelectual para cavilar sobre las elecciones.

Se aprecian definiciones muy claras al enfrentamiento político y de interés sectorial. Sin tapujos ni rodeos, dirigentes empresariales como el Presidente de la Cámara de Construcción Julio Crivelli reclamaron el avance de la reforma laboral y plantearon la necesidad de los empresarios de “poder despedir trabajadores sin indemnización para lograr equilibrio en las finanzas de las empresas”. Lo mismo dice, por ejemplo, el estudioso e inteligente analista y consultor Eduardo Fidanza en términos menos primitivos “¿Cuál modelo tiene más chances, uno que abre la economía, predica la república y tropieza con la recesión, u otro que practica la demagogia y desprecia las instituciones, pero crea trabajo?”

Enfrentando estas visiones claramente ubicadas en la vereda del oficialismo de Juntos por el Cambio se escuchan voces que, con diversa intensidad, defienden desde ubicaciones cercanas o ya inmersas en la oposición que se muestra más poderosa, el Frente de Todos, posiciones absolutamente contrarias. Desde el mundo sindical, por ejemplo, con precisión y dureza –no siempre conveniente para los candidatos que dicen apoyar– varios dirigentes manifestaron que “no habrá reforma laboral, no habrá ningún derecho menos para los trabajadores” (Moyano y Palazzo dixit).

Hasta acá los roles sectoriales que muestran demandas a satisfacer, que piden por ampliar su base de conveniencia. Los empresarios para tener mejores rendimientos y ganancias y los trabajadores para no perder sustentación en su ya castigada realidad. Pero hete aquí que, como casi nunca en otras elecciones –por eso antes se dijo que puede haber cien, setenta o cincuenta años de retorno alegórico a otros momentos–, las dos principales candidaturas expresan, representan y dan fe de esos antagónicos enfoques. No importa tanto la subjetividad de los candidatos, sino lo que representan en torno a las demandas exigidas. La política objetiviza la acción y el contenido sin darle mayor cuantía al continente.

No es cierto que para prosperar electoralmente las dos coaliciones mas grandes hayan girado al centro desde bordes extremos buscando la captura de electores que no tenían. Ahí surge la objetivización de la política, no importa que ese buscar el “centro” haya sido deseado o que los mismos candidatos crean que es así. Lo real es que están representando márgenes muy opuestos en virtud de la propia representación social que fueron adquiriendo, y en esa “lucha de clases del siglo 21” se enfrentan sí o sí los trabajadores y los propietarios de los medios de producción, quedando para el vastísimo cosmos social restante solo la oportunidad de alinearse en algunos de esos polos. Sectores medios, pymes, cuentapropistas, arrendatarios rurales, profesionales en ejercicio liberal, cooperativistas industriales y campesinos, trabajadores informales y otras porciones de la sociedad que no se expresan desde lo laboral sino desde intereses particulares de minoría intensa y ávida de más derechos, como religiosos, colectivos de diversidad sexual y género, reclamantes de derechos sociales, aperturistas culturales y muchos más: todos ellos carecen de representación propia electoral. No hay partido que viabilice sus demandas en exclusividad. Deberán entonces elegir donde colocan su esfuerzo, su esperanza y su voto.

Hay acercamientos a esta idea desde pensadores como Joseph Stiglitz, quien define también dos únicos campos de compulsación, y dice que “el fracaso del neoliberalismo precipita entre otras alternativas a los populismos autoritarios”, pero aclara que en lugar de ese populismo puede haber una suerte de “capitalismo progresista” que oriente su accionar a restablecer el equilibrio entre mercado, sociedad y Estado.

Por su parte, Dani Rodrick –turco, nacido en Estambul en 1957, uno de los economistas más influyentes del mundo– imagina un populismo que no atente contra las instituciones y dice que tiene sentido ese pensar político, el populismo, en virtud de la inseguridad laboral y el cambio cultural que divide las sociedades.

Quitemos rótulos exagerados y veamos si en nuestro país hoy se enfrentan por un lado quienes desean un universo capitalista con alta vara de rentabilidad para un sector y limitados derechos para el resto y, por otro lado, quienes, no importa el nombre que asuman, plantean un capitalismo progresista donde exista el mercado pero también el Estado como regulador de desigualdades. No importará mucho cuál modelo es el mejor para el futuro del país –eso lo sabemos y no tenemos dudas–. Lo que importa es quién, representando a una de esas dos matrices, tiene más votos. Y, hoy por hoy, eso es incierto.