El morocho que descargaba una caja de bebidas en el chino de la vuelta de mi casa el sábado al mediodía era la pura imagen de un presente que ya no envejece. Atajaba con un audio la jugada que se iba armando en el campo rival, impactado todavía por el madrugón del lanzamiento de la candidatura de Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Hablaba con la seguridad de quienes pueden sostenerse inmutables hasta la salida del tiempo lineal. De su lado no había pérdida, ni tiempo, ni nostalgia. No había nada que explicar, como él mismo decía: “Los únicos que tienen que aclarar algo son los que votaron este desastre”. Seguía: “Ahora ya tenemos la fórmula para volver a hacernos cargo del país”. La convicción ya era de él, desde antes, desde siempre.

Toda operación política es de orden ético. Es decir, promueve en los sujetos la toma de decisiones con responsabilidad colectiva. Funciona no como una adscripción a una emoción, donde uno puede estar más contento o más triste, sino como una construcción sensible. El sábado a la mañana la conmoción que nos atravesó no fue una alegría personal: fue la sensación compartida de la posibilidad de que, de nuevo, existía la contención para cada uno de nosotros dentro de una situación política.

Una situación política produce su propia temporalidad. Siempre que algo ocurre, siempre que hay una irrupción expresiva como la que pasó esta semana, se adscribe a un mundo. Las palabras son una forma de estar en el mundo, pero el mundo ya se encontraba allí: lo que hace esta operación política es volver a decirlo desde lo justo. A partir de lo cual logra inflar el mundo en el que se vivía, aumentar la experiencia de lo que es cierto, y todo lo que sucede pasa a ser anterior a este momento: abre una nueva temporalidad. Y, en este modo, la situación altera la falla del olvido. En cada etapa que vivimos como colectivo coexisten todas los demás, las guardamos en nuestra forma de percibir el mundo pero no como recuerdo sino como una comprensión de la que se puede disponer porque su estructura permanece intacta. Esta nueva situación política actualiza ciertas huellas de todos esos vestigios, aquellas que hablan de lo popular, y ayuda a que se manifiesten. La expresión siempre es mucho más lenta que el sentido y nunca completamente abarcativa. Pero genera esta energía que arrasa porque posibilita infinidad de nuevas situaciones sensibles, tan reales que el presente y el futuro se vuelven habitables.

Una situación política sensible hace reingresar lo político porque el conflicto puede volver a decirse. El conflicto construye una homologación entre dos desiguales. La denigración, el odio, la aniquilación del otro, todos las formas de los relatos que circularon estos años configuran situaciones opresivas, no conflictivas. La política existe cuando hay un orden donde dos sujetos en conflicto pueden decir la diferencia. Ahí donde las subjetividades que no terminan de encajar pueden intervenir, volverse visibles, producir historia. Desde el sábado las cadenas de sentido se alteraron, por eso cobraron otro carácter una serie de conflictos, un conjunto de necesidades que no estaban ausentes pero tienen desde ese momento otro estatuto, otra materialidad para ser pensadas. Solo sobre esa malla se pueden recomponer políticas populares.

Lo gorila todo funcionó estos años operando en el orden emotivo –amar y odiar en términos individuales– y de vínculo personal, desgranado en biografías particulares. Construyó sujetos replegados hacia sí y desarmó el imaginario de pueblo para llevarlo a su condición de masa. Por el contrario, el peronismo en cuanto mito, con su carga de tragedia y de posibilidad, reingresa para discutir un orden común y un tipo particular de comunidad: la comunidad organizada. El peronismo es una situación política que tributa en términos de lo justo. Apela a una responsabilidad, a la hora de construir, imbricada con lo histórico, lo cultural, lo étnico, lo nacional. Requiere un orden popular porque no puede gobernarse lo inorgánico. Mientras que la suma de los individuos produce una masa muerta, el deseo de conducir una comunidad organizada no tiene como imaginario el manejo de la masa, sino la transferencia responsable de existencia y exigencia al conducido. El peronismo necesita que el pueblo exista y que tenga expresión, porque a ello tiene que interpelar para producir un gobierno en términos más igualitarios.

Lo ocurrido este sábado restituye la posibilidad de la política porque es una decisión que confía en la espontaneidad creativa y organizativa del pueblo. Es la capacidad de percibir horizontes en el aire y enunciarlos. Es la necesidad de componer una trama de responsabilidades colectivas sobre el cuidado de los otros. Para volver, una vez más, a insistir con un país.