1

“Deseo de ver sufrir a otro exactamente como uno sufre. Por esta razón, los rencores de los miserables se dirigen a sus semejantes”, escribió Simone Weil. Lo implacable de un pensamiento como este es que atribuye la miserabilidad a un sufrimiento. Concretamente, ese deseo de ver sufrir al otro es el oscuro fundamento en el que se apoya el desprecio, la desconfianza y el odio de los miserables. Sin embargo, aunque deje al desnudo la base del sombrío deseo, al atarlo al sufrimiento, al límite humano, Weil disuelve el rencor recíproco que uno debiera sentir hacia ellos (¡por ser tan miserables!). La pesadumbre de semejante verdad apela a una experiencia de caridad (¡ellos también sufren, pobres!) La existencia de la miseria en tanto condición del lazo entre los unos y los otros significa también la experiencia de poder sobreponerse a ella.

Obviamente, detrás de esta idea de Weil está el ruido de fondo bíblico del perdón. Si es verdad que ningún deseo de ver sufrir al otro es justificable, todo pensamiento sobre la crueldad de los miserables contiene en sí mismo el hecho de no excluirse de las consecuencias del propio razonamiento. Esa claridad de la frase de Simone Weil siempre me conmovió. Querría tener esa sensación más a mano, acá conmigo, cada vez que siento desprecio por los miserables. Tendría que tenerla como quien tiene en el puño el amuleto materno y camina hacia la guerra. Así, quizás –con menos enojo y desolación, por sobre la impotencia que genera la época–, en las charlas con mi hija, ella pudiese ver y aprender el costado misericordioso. No tiene edad para hablar sobre rencores, pero a veces tengo miedo de que quede con la sensación o imagen del desprecio de unos contra otros. Desearía que ninguna ira nublase su comprensión. Pero mientras escribo esto intuyo que ella tiene otra forma de procesar las elecciones, su espíritu se enfrenta a otro fluir de esta historia.

Ada me sorprendió este otoño cuando, conversando un sábado a la mañana mientras mateábamos juntas en la cama, le dije, chistosa, “capaz un día a ustedes (por ella y su hermano) les va bien en la vida y pueden invitarnos a papá y a mí a un viaje por el mundo” y ella me respondió sin pestañear “capaz un día gana el peronismo”. Lo que modula su temprano compañerismo es un deseo empático. Lo noto en esos asados donde se charla con amigos –míos, suyos, nuestros–, a los que ella dio en llamar graciosamente “asaditos políticos”; ahí hace todos los esfuerzos por construir pares. Entiende lo que pasa con los gestos, brota su gracia. Mientras, intuye que todo amor es a precio del sentimiento de no desear subordinar a otro, que no hay amistad en la desigualdad, resumiría Weil.

2

Mi papá a los ocho años trabajaba tirando de un carro en Lanús. En ese momento se usaban unos carros para llevar cosas de acá para allá –pan, vino, telas, lo que sea–; un trabajo que hoy reconoceríamos como el reparto por las calles con vehículos utilitarios. También iba a la escuela y fumaba. Como un Tommy Shelby del subdesarrollo, pedaleando en una matriz creciente del capital y del valor trabajo, pero también de las instituciones y las clases; con una malla media baja –-su maestra, su patrón, la dueña de las piezas que alquilaban sus viejos– que mientras se movilizaba hacia arriba también lo sostuvo con generosidad.

Hace muy poco alguien me confesó que se arrepentía de haber votado a Macri, La charla siguió su rumbo y dijo que en realidad había votado “contra el peronismo”. Después habló del trabajo y de los pobres “y lo injusto de la AUH”. Es asombroso ver como los fans de Peaky Blinders, incluido este pobre arrepentido, se pierden en el gris del “mérito propio”, esa operación que vuelve a todo equivalente menos a uno y su familia, “su movilidad personal”, “su preparación” “su valor”; incluso a fuerza de desmontar la malla material del día a día de su propia historia. No hay lectura de Tommy por fuera de su hazaña. No existe el considerable abrigo de las condiciones de su historia: su Birmingham de entreguerras, la pobreza, su pueblo sobreviviendo y en cierta forma criándolo, su experiencia de la Gran Guerra. Es menos sufriente borrar esas miserias en el relato para construir la epopeya “personal”.

El hombre me preguntaba: ¿por qué, si puedo convertir la hazaña de mi viejo en un evento contingente e irrepetible (en sus palabras: “tu viejo se rompía el culo trabajando”), insisto en esa especie de producto perdurable de la igualdad social? ¿Por qué, con todos los logros de movilidad conseguidos –nivel terciario, propietaria y empleada en relación de dependencia–, insisto en igualar a mi familia con esos millones sin trabajo, sin papeles, sin escolaridad? Una vez mi papá se puso un traje, por eso. Y se lo calzó con su primer salario formal, con todo lo que eso significaba. Con la libreta de enrolamiento, el carnet sindical, la foto con la novia recién llegada de Azul. Con Sandrini, Hugo del Carril, Lautaro Murúa y los boliches que se abrían en Avenida Corrientes para que después cantase Goyeneche. Con la radio a galena, el Glostora Tango Club y  Alfredo De Angelis. Con la inauguración del Hospital Evita donde nacimos sus hijos y el potrero donde se preparó para que lo probaran en el futbol profesional. Con el carro, obviamente, y la maestra que iba a buscarlo cuando trabajaba en la heladería de Pavón para que fuera a dormir porque al otro día tenía examen. Con poemas de Gagliardi. Con mi abuela sentada en la máquina de coser y el piso de barro de la pieza. Con la ligustrina donde escondía las alpargatas cuando se iba a la milonga. Con el hermano muerto y su mesa de juventud repleta de cervezas en los clubes del barrio. Con su barra, Ángel Chacón y el tío Tata. Se puso ese traje con el Ministerio de Bienestar Social y con todas las fábricas de vidrio donde después trabajó y fue delegado del vidrio. Con su ejemplar del Martín Fierro y el Dodge 1500. Se lo puso también con todos los sapos y la basura que se tragó durante los ’70. Con el PJ y el menemismo, y su tozudez partidaria. Se lo puso así papá con todo lo que teníamos como pueblo y nunca sintió vergüenza. ¿Quién soy yo para desprenderme de esa prenda que todavía mi viejo llevaría sin culpas con tanta elegancia?

3

El otro domingo fue Brasil. La dinámica de la miseria en todo su esplendor. El reordenamiento del mercado simbólico disolviendo los paradigmas que representaban las demandas populares. El regodeo del capitalismo imponiendo la más salvaje repartición de la riqueza, disciplinando directamente con fuerza militar, evangelizando con descalificación a toda política que se le resista a su paso. La operación de reestructuración cultural anclando sobre la penosa moral de lo miserable, confiándole al propio producto subjetivo de lo precario de las condiciones, de lo mísero de la vida, el proceso de re-simbolizar una nueva edad del sistema. Una edad que, establecida como nueva forma de consenso, terminará de privatizar las enunciaciones al punto que millones de humanos sin trabajo, ni papeles, ni educación dependerán de la “salvación moral” del capital concentrado para que los rescate de la muerte.

Ese domingo fue el erguirse de la comunidad pos-igualitaria, una sociedad que necesita servicios que “le sirvan” con “la eficacia del privado”, que no quiere ni siquiera recordar que alguna vez fue parte de lo público, que nació en un hospital o fue a una escuela del Estado. Una comunidad de clientes empobrecidos que viven la ilusión de estar retornando a la patria original del hombre: el placer. Clientes deseantes nunca representados por nada que no sea la eterna selfie que le devuelve su cara feliz.

Mi hijo no se saca fotos. Tampoco usa las redes. Nació en el 2003 y últimamente solo le preocupa su “rancheada”. Le gusta escuchar música, le gusta ir conmigo a la cancha. Cada vez que yo me enojo él sugiere tranquilidad, no darle tanta atención a los enemigos: ni deportivos, ni políticos. Hay algo que comprende tempranamente del foco de la cámara que abandonó conscientemente y se invisibilizó: la imagen ya ha fallado antes de empezar. Hay algo que comprende del foco político cuando hablamos de los chicos que pasan al lado nuestro tirando del carro: nadie merece ver llorar a sus padres ni a sus hijos de humillación. Me hace pensar que a la noticia política hay que sacarla de esa perversa malla de no realización que es la “plenitud” informativa.

A Blas también lo espera su primer domingo. Ese día, el consumidor ira a sufragar sin identidad alguna, sin partido, entrando al cuarto oscuro “libremente”; mientras mi hijo irá a participar de una contienda que venimos llevando hace siglos. Llevará en su saco la discusión de cómo mirar al del carro, su desnudez, su vergüenza y su honor. Siempre nos espera nuestro propio domingo y, aunque este estado de emergencia continúe y no tener camino sea la única experiencia posible para nosotros, sostendremos la lucha cultural que tengamos que dar contra esa especie de racismo sobre lo popular, contra lo gorila todo. Mientras, nuestros hijos nacidos y criados durante el último gobierno peronista sabrán algo de nosotros que nunca ni siquiera sospechamos.