[Ilustración: Ana Celentano]

Leemos y leemos. Una pregunta asoma el hocico: ¿qué hacemos con tanto adjetivo, que califica pero no describe, increpa pero no muestra?

La suma de adjetivos amontonados en los últimos años no logra constituirse en una idea.

Esto incluye a toneladas de adjetivos disfrazadas de análisis político o sociológico.

Menos honestos, acaso, que un insulto llano y procaz, pero igual de impotentes e inocuos.

Honesto, llanoprocaz, impotente, inocuo: no podemos, parece, zafar de los adjetivos.

A lo mejor el tiempo de algunas variantes de uso llegó a su fin. O al menos debieran comenzar unas vacaciones prolongadas.

El adjetivo es humo sobre las cosas y su movimiento.

Ya hemos hablado en estas columnas acerca del humo en la vida de las grandes urbes. De la nube amarronada que cubre a la gran ciudad, cosa que solo se advierte desde el río cuando nos alejamos.

Pero el humo, parece, y por fuera de su carga simbólica, también impide ver con claridad lo que sucede en los espacios internos en que transcurre la vida de las personas.

Es el humo que echa la población. Cuando espera el tren o el ómnibus, o hace la cola en alguna parte, o toma algo en la mesa de afuera de un bar, o sale a fumar a un pequeño patio, o tropieza con un minuto de vacío que no sabe cómo llenar: fumar y fumar.

Alguna vez, el poeta brasilero Mario Quintana recomendó “desconfiar de los que no fuman”. “No tienen vida interior, ni sentimientos”, decía el autor oriundo de Porto Alegre.

Pero vemos a las personas fumar y fumar, como si esa vida interior a la que aludía Quintana se hubiese transformado en una gigantesca nota al pie que se traga la página entera, como en aquel cuento de Walsh.

Cada vez que aumenta el precio de los cigarrillos, uno piensa: “ya ni angustiarnos como la gente podemos”.

Pero ya es demasiada la angustia que las personas se fuman. Y no tiene caso hablar de las ganancias multimillonarias de las tabacaleras: es un lugar común. Lo mismo que los daños a la salud. No parecen tener efecto alguno sobre la actitud básica del fumador, por muy ciertas que sean las poco honestas alertas que lucen los paquetes de cigarrillos.

Por arbitrario que parezca, el humo autoinfligido funciona sobre nuestras vidas como un adjetivo sin otra función que “embellecernos” o procurarnos una ilusión de “calma” ante los tropiezos del vacío. ¿Qué es el vacío? Lo que nos deja sin habla, lo que anula el verbo.

El resultado es un cigarro innecesario, cuyo consumo no proporciona ningún placer, salvo el de cumplir casi burocráticamente con un plan fijado por el ritual de la ansiedad. El efecto acumulativo es de adormecimiento.

Es hora de precisar qué sucede fuera del humo y su microclima. Por lo pronto, la piel luce mejor. Se pierde el tono agrisado un tanto insalubre.

También se huele mejor. La recuperación del olfato es también la de la memoria: acuden aromas que creíamos perdidos. Perfumes de la infancia que durante décadas permanecieron ocultos por la inhalación de tabaco. A lo mejor esa era la idea inconsciente: fumar para simular ser “más grandes”, anular cualquier resto de infancia.

Pero sigamos: sin humo hay mayor claridad mental. Se piensa mejor, porque hay mejor recepción de más información, antes bloqueada por un mal funcionamiento de los sentidos.

Al mejorar la percepción general de todo, también aumenta otra cosa: nuestra capacidad de enojo. En los primeros días sin humo, es muy posible que protagonicemos discusiones absurdas, poniendo una intensidad digna de mejor causa en función de asuntos leves y poco relevantes.

Pero si pasamos en limpio este aspecto, veremos que en realidad lo que recuperó volumen es la capacidad de respuesta rápida ante las cosas, antes anestesiada.

Lo “real”, eso que nos tiene de protagonistas y observadores, es percibido ahora en una dimensión hasta el momento ausente. Los puentes entre lo material y lo simbólico tienen mejor pavimento, las ideas sobre las cosas fluyen por un carril mejorado.

Por eso, si antes decíamos “basta de humo” en alusión a sarasas y mentiras de variado pelaje, hoy nuestra demanda se vuelve literal.

Hay que dejar de fumarse la angustia, mejorar la percepción, pensar y obrar mejor que antes. Todo lo cual no puede lograrse sin quitar la hojarasca, lo inútil, los adjetivos al pedo, lo que impide reflexionar y calibrar las cosas en dimensiones precisas. Lo que impide, además, enojarse y putear como corresponde, ante quien corresponde. Y si hay furia, que esté direccionada por una mirada sin humo en el medio.