Pensamiento crítico y política 4: biopolítica, trabajo y ciudad

¿De qué manera se constituyen las relaciones de poder en la actualidad? ¿Cuáles son las fuerzas que operan y determinan que las cosas sean de una manera y no de otra? La clase transcripta en esta cuarta entrega del seminario “Pensamiento crítico y política” tuvo como sugerencia inicial la puesta en relación de tres nociones (biopolítica, trabajo, ciudad) como pretexto para discutir acerca de la Argentina contemporánea. La intervención de Alejandro Kaufman –ensayista, docente, crítico cultural– levanta el guante, se sitúa en el presente directo (junio de 2008, plena efervecencia del lockout de las entidades empresarias del sector agropecuario) y redobla la apuesta, planteando otras cuestiones y conceptos: el capitalismo como realidad unívoca, la materialidad de lo mediático y lo espectacular, el pánico como dispositivo de masas, el poder como red que funciona en los intersticios de lo social, la destitución de la política. Elementos que, a una década de aquella coyuntura, no solo subsisten sino que parecen cobrar todavía más actualidad y preponderancia.

 

 

Biopolítica, trabajo y ciudad

Por Alejandro Kaufman

[ilustración: Ana Celentano]

Antes de empezar bromeábamos un poco, acá con los compañeros, con lo que parecía un título excesivamente abarcador o amplio. Hay una dificultad que se plantea con la comprensión o con el esfuerzo de comprensión de la actualidad, con la actualidad argentina en particular, que tiene que ver con los modos de lectura de la historia de las ideas y la forma en que la historia de las ideas se actualiza, se aplica a la actualidad, a lo inmediato. Un pensamiento tiene que servir para interactuar de algún modo con la Argentina de hoy, con lo que hoy está ocurriendo en Argentina. Nuestro país es profuso en producir acontecimientos extraordinarios, singulares, es un país interesante donde uno no se aburre nunca. Aquí pasan cosas extraordinarias, cosas que no están ni en los catálogos, ni en los libros; cosas que requieren esfuerzos de descripción, de comprensión también extraordinarios. Porque uno dispone de palabras o de conceptos que se han producido en otras partes y cada vez que se lee lo que aquí pasa con esos conceptos y palabras disponibles es que el pensamiento territorializado o crítico suele tener enormes dificultades a la hora de actuar discursivamente. Se transforma en un pensamiento con dificultades para ser reconocido, para ser considerado. Es un pensamiento que generalmente queda ubicado en el estante de la literatura. Nosotros hemos tenido muchos pensadores que han producido ideas sobre la Argentina y la cuestión es cómo leerlos y cómo relacionarlos con la actualidad; y esto es algo que plantea ciertas dificultades.

El título de esta charla, a pesar de que bromeábamos, lo reivindico, porque lo que hace este título, “Ciudad, trabajo, biopolítica”, es básicamente anunciar que hay un problema con cada una de estas palabras. Parte del problema para hablar del acontecimiento, de la actualidad, de lo que está ocurriendo, tiene que ver con qué palabras vamos a usar para hablar de lo que ocurre o para hacer un esfuerzo de comprensión de esto que ocurre o para poder convivir con ello, crear las condiciones para adoptar una actitud, ni utópica, ni progresista, sino de supervivencia. Supervivencia en el sentido colectivo, en el sentido histórico: no meramente acción de mantener la vida sino de una supervivencia como construcción de sentido colectivo, sentido de una comunidad, de una colectividad, de un país. Incluso, hablo del sentido de un territorio, porque la idea misma de territorio impone remitirse a una red de significaciones.

Todas estas cuestiones que en la Argentina deben discutirse y respecto de las cuales compartimos tantas simplificaciones marcan, ciertamente, que el mundo social, cultural, político y tecnológico se ha vuelto cada vez más complejo y ese incremento de complejidad en relación a nuestra cultura argentina lo que ha producido es una dislocación. Cuando decimos “dislocación” hablamos de dos cosas que estarían articuladas y se desconectan, se desacoplan. Hay rasgos históricos de la dislocación argentina. Por ejemplo, el hecho de que el nuestro sea un país productor de alimentos. Históricamente le ha conferido un carácter singular a la Argentina, que implica discutir sobre qué come su población y qué exporta. Una discusión histórica, una discusión constitutiva de la identidad argentina. Un rasgo que pocos países tienen: producir comida, mucha más comida que la que se necesita, exportarla y que esto defina toda una cantidad de problemas.

Entonces, por un lado, tenemos esta idea de dislocación que es un rasgo global, algo que no ocurre solamente con Argentina: cuando uno habla de nuestro país habla de ciertos rasgos que podemos considerar peculiares en él pero que son las formas en que los fenómenos generales o globales se manifiestan en Argentina. La condición de dislocación, de que ocurran cosas conectadas pero al mismo tiempo en contradicción en distintos lugares del mundo es un rasgo de los últimos doscientos años, por lo menos. Son rasgos globales, rasgos que tienen que ver con los procesos de modernización: en determinadas sociedades se producen ciertos acontecimientos tecnológicos, culturales y políticos que generan nuevos escenarios que se difunden globalmente y que producen hechos divergentes en distintos lugares del mundo. Nuestro país se desenvolvió de esa manera. Importó determinados conceptos emancipatorios, liberales, constitucionales, democráticos, de las culturas que los habían producido. Esos conceptos no se habían producido ni en este territorio ni en la metrópoli de la cual este territorio era colonia. La modernidad emancipatoria, liberal, ilustrada de las grandes revoluciones burguesas modernas no tuvo lugar en el mundo hispano-americano. Ese no fue el lugar que produjo intelectual, ni cultural, ni socialmente esos conceptos, esas prácticas. Esos fueron conceptos que advinieron a estos territorios y ahí podemos encontrar otro caso de esto que denomino “fenómeno de dislocación”, es decir, cuando en un territorio, en una sociedad, se establecen prácticas que fueron desenvueltas en otros lados, que se desarrollaron en otros lados.

Aparece entonces una cuestión que queremos desarrollar y que es la distinción entre “práctica” e “idea”. Uno puede hablar de ideas cuando formula una cantidad de enunciados, palabras: “amor”, “democracia”, “libertad”. Otra cuestión es qué cosas hacen las personas con estas palabras con las que nombramos algo (y no qué dicen cuando hablan de ello). Ahí existe una diferencia. El almirante Massera hablaba de “amor”, y este hecho hace pensar que debemos desarrollar una capacidad de crítica, lo que supone tener una actitud de distancia frente a las palabras. Éste es un gran problema en relación con las discusiones que solemos tener públicamente, donde hay una gran dificultad para conectar el uso de los términos con lo que efectivamente ocurre. Esto lo digo porque estos meses hemos atravesado una situación particularmente discrepante[1]. Hay una enorme distorsión entre varias cosas; por un lado, el modo en que cada uno de los que confrontan describe lo que está ocurriendo. Éste ya es un problema porque yo puedo tener una diferencia con alguien, puedo pelear con alguien, puedo matar a alguien, pero los dos tenemos que definir con términos compatibles en qué estamos en desacuerdo. Siempre que hay un desacuerdo, forma parte de la cuestión, también, en qué consiste el desacuerdo. Cuando los dos contendientes discuten aquello que los diferencia como si pertenecieran a mundos diferentes, ahí estamos ante un gran problema. Si uno ve lo que hace y dice uno y ve lo que hace y dice el otro, nunca se imaginaría, si los leyera o viera por separados, que son parte de una misma discusión. Ese es un problema enormemente difícil de distinguir: por eso me interesa ver las cuestiones que tienen que ver con las dislocaciones, los desencuentros, las discrepancias, en distintas experiencias y en distintas prácticas.

Decía que existe una cuestión constitutiva de la sociedad argentina que refiere a la relación que mantiene con conceptos y elementos que son producidos en otra parte. La nuestra es una cultura implantada. Últimamente, se describe este fenómeno diciendo que había gente que vivía en este lugar y que fue asesinada, suprimida, desplazada por otra gente. Pero la Argentina es uno de los países del mundo que en algún momento tuvo los máximos porcentajes de población inmigratoria. Es un país con una fuerte impronta, un enorme impacto demográfico de una población que viene de otro lado, que llegó, se instaló, constituyó una cultura, un lenguaje, una forma de vivir y de pensar. Esto le ha dado en parte a nuestra forma de pensar y de actuar ese carácter peculiar de dislocación. Esto podría expresarse con esa contradicción tan nuestra y tan tensa: estamos acá pero podríamos estar en otro lado; estamos acá pero querríamos estar en otro lugar; estamos acá pero este lugar no nos significa algo propio. Ahí hay una cuestión que tiene que ver con la manera de establecer una relación entre lenguaje, territorio y experiencia. Son términos que mantienen relaciones conflictivas y creo que esto es lo que está en el fondo de la cuestión de por qué también hay discrepancia en los términos del conflicto. Lo que se produce es un efecto muy fuerte de opacamiento, de obturación, por el cual nos esforzamos extensamente en una cantidad de debates que no refieren a lo que está ocurriendo. Es como que ocurre una cosa y se habla de otra. Por ejemplo, tenemos el fenómeno paradigmático de la desaparición, que es un invento argentino que no ocurrió en otros países de igual manera: con solo decir eso, la Argentina se coloca en un lugar de discrepancia respecto a Latinoamérica, al relato “latinoamericano” como si fuera un mismo conglomerado sin diferencias. Pero la modalidad con la cual se efectuó la desaparición de personas en nuestro país remite, justamente, a esa dislocación: en aquel momento también se decía una cosa, ocurría otra, para oponerse a ella se hablaba de otra manera. Esa divergencia, esa modalidad, diferenció a la Argentina de otros países. En otros países hubo represión de procesos revolucionarios o sociales, se asesinó a un montón de gente y eso fue lo que ocurrió; pudo haber un grado de ocultamiento, como lo hay en cualquier conflicto, pero no ocurrió lo que aquí ocurrió. Lo que quiero señalar con esto es que toda la historia posterior a ese acontecimiento quedó marcada por esa dislocación, por esas palabras de Videla cuando dijo: “El desaparecido no está ni vivo ni muerto. Es un desaparecido”[2]. Esa es una declaración fundante de la actualidad argentina. Es lo que hace posible que alguien diga que no viene a producir confrontación luego de haber estado cien días perturbando, impidiendo, desestructurando el tejido productivo argentino; y que luego en sus declaraciones en la esfera pública se comporte como una inocente doncella desconectada de lo que está ocurriendo, cuando es uno de los principales responsables. Hay una formulación de las prácticas, de las discusiones que, si bien no ha nacido con la dictadura, situarla en relación con la dictadura nos permite poner un punto de inflexión que de algún modo toca a la cuestión nuclear de la historia reciente argentina.

Entonces, cuando las palabras que usamos no nos resultan suficientes para representarnos lo que ocurre, esa dificultad es sumamente importante y, por otro lado, está la cuestión de que muchas de esas palabras las usamos de una forma vicaria, es decir, de una forma desconectada de lo que hacemos. Con la palabra “biopolítica”[3] ocurre eso; cuando hablamos de “ciudad”, también. Que en el 2008 estemos hablando de “campo y ciudad” supone una situación demencial, disparatada. No hay tal cosa como “el campo y la ciudad”. Lo extraordinario es que todo un país esté utilizando esta especie de metáfora. ¿Qué es el campo? No hay campo y no hay ciudad, porque la condición urbana se ha generalizado. La vida contemporánea es urbana. Lo urbano no consiste solamente en el cemento. Lo urbano es un complejo conjunto de relaciones tecnológicas, culturales, sociales, comunicacionales, arquitectónicas. Es decir, un chacarero es una persona que tiene una vida urbana: se conecta por internet, tiene celular, ve televisión nacional, tiene cuenta bancaria, viaja con facilidad. Los celulares constituyen una red informacional de conexión que define cierta temporalidad. El chacarero es un sujeto urbano, es un sujeto que se moviliza, se desplaza mediante diversos recursos de conexión urbanos. Por ejemplo, en lo que efectivamente fue el campo durante el siglo XVIII, no era posible que hubiera pasado lo que sucedió en los últimos meses en nuestro país. El conflicto actual necesitó de una conexión, de una red instantánea que uniera lugares completamente remotos. Antes, cuando se iba al campo había que avisar a qué hora uno llegaba para que fueran a esperarlo en sulky a la estación del tren, porque si uno no hacía ese aviso no podía llegar a ninguna parte o debía ir caminando kilómetros enteros. Todo eso ya no es así y, por eso, cabe preguntarse: ¿de qué estamos hablando cuando hablamos del campo?

Durante el conflicto del que hablamos, la televisión fue uno de los operadores urbanos de una conexión experiencial entre un conjunto de actores que estuvieron reunidos en forma continua. Éste no es un estado habitual de la cuestión, porque no es habitual que todo un país esté mirando por televisión un determinado acontecimiento en la forma en que tuvo lugar este en particular. Pero en estos cien días se constituyó una experiencia de conexión, y esa fue la forma en que los medios intervinieron políticamente. Todavía seguimos viendo los medios como si fueran representaciones, como si hubiera una “realidad” por un lado y una “representación” por el otro. Lo que supone el modo de rediscutir estas cosas –en términos de ciertas lecturas– es que no hay tal cosa como una realidad y una representación que refiere a algo distinto de la realidad, algo que trasciende a la realidad  y que ocurre en otra parte. Lo que se vio en los medios no fue una representación de otra cosa que estaba en otra parte, sino que eso era la realidad, eso es la realidad. La realidad en estos cien días ha sido, entre otras cosas, la televisión. La televisión no proyecta la imagen de algo que está ocurriendo en un lugar; es otra cosa, es un acontecimiento en sí mismo. Porque no hay algo que está ocurriendo en otra parte. Por ejemplo, cuando el conflicto empezó la televisión podía aún traducirse en la idea de representación, la idea de un campo desconectado, pero desde el momento en que se produjo una cadena nacional televisiva sobre un sitio, que fue Gualeguaychú, la conexión que tenía ese lugar con todo el resto era a través de la televisión. No había otra manera de que estuviera conectado. Así, se provoca un fenómeno que seguimos imaginándonos como rural pero tiene lugar de un modo urbano, del modo en que ocurre en una ciudad.

Estamos hablando de un movimiento de masas, de cómo se produce un movimiento de masas. Durante todo el siglo XX uno de los grandes problemas, de los problemas más difíciles para el pensamiento filosófico social, fue el problema de las masas[4]. Es un verdadero misterio el problema de las masas: porque lo que ocurre con las masas es siempre inesperado, se comportan de manera que nadie puede predecir. Existe un libro, que no suele ser el más citado, llamado Masa y poder, de Elías Canetti. Es una obra que justamente discute el tema del poder y su relación con la masa. En el siglo XX discutir el poder es discutir el tema de las masas, de cómo se comportan los conglomerados humanos. Son un fenómeno autónomo que tiene características no desplazables a otros conceptos o a otras categorías. Por ejemplo, los fenómenos inflacionarios no deberían ser tratados tan exclusivamente por los economistas. Los fenómenos inflacionarios no son solo económicos, en el sentido en que se aplica la teoría del valor o la teoría de la tasa de ganancia o el problema de la rentabilidad; estos sí pueden entenderse como problemas económicos. Uno puede establecer un conjunto de variables y someterlas a un tratamiento matemático, o de análisis sociopolítico. Puede hacer proyecciones, planificaciones y predecir determinados fenómenos. Pero el fenómeno inflacionario es de otro orden. Es algo que no pertenece a ese orden de la racionalidad. Porque el fenómeno inflacionario es uno de los más ligados a la relación compleja que se produce entre la política, el poder y la dimensión subjetiva, lo libidinal: el deseo, las creencias, la expectativa. Fenómenos con sus especificidades que demandan esfuerzos al análisis de lo contemporáneo.

Entonces, para ver la manera en que se relacionan las distintas variables que están en el título de la charla y aplicarlas al caso de Gualeguaychú, habría que observar el momento en que empezó la cuestión. Lo que hizo que un determinado sujeto –cuyos atributos son ínfimos, cuya intelectualidad es nula, cuya manera de expresión es mala, una figura nihilista, irresponsable, estúpida– se transformara en una gran figura. Lo que hay que pensar es que Alfredo De Angeli tuvo su antecedente en otra figura, igualmente estúpida, irresponsable, que se convirtió en un líder nacional, que indujo modificaciones legislativas brutales que dieron lugar a la triplicación de la población carcelaria. Uno tiene que establecer esas relaciones porque vivimos en un momento histórico donde estas cosas ocurren. Alguien que tiene dos ideas estúpidas y que las puede expresar muy bien desde el punto de vista mediático, alguien que maneja los modos de expresión de una estrella como Mirtha Legrand, es funcional a lo que requiere el sistema para hacer posible este tipo de liderazgos y la suscitación de movimientos de masas; se da a partir de un nivel de estupidez. Ciertos movimientos de masas están construidos desde la estupidez. Es decir, hay que tener una o dos ideas, estereotipadas, que sean afines al sentido común, a los temores más primarios donde anida ese sentido común, ideas que hacen posible que una multitud se convierta en un rebaño enloquecido de pánico.

La situación del pánico es una situación en la que uno carece de información sobre lo que está ocurriendo, se siente bajo una gran amenaza y, entonces, huye. En ello reside la sensación de pánico. El teatro lleno de espectadores donde de repente alguien grita: “¡fuego!” En tal situación la tendencia es a enloquecerse de pánico y salir corriendo en cualquier dirección. Esta característica de las sociedades complejas del siglo XX ha sido utilizada por diversas voluntades políticas porque es una característica muy fácil de suscitar. La complejidad lo que determina es el extrañamiento del sujeto respecto a las condiciones en que vive. Si estoy en un teatro, soy ajeno a las condiciones en las que me encuentro, porque la mayor parte de lo que está ocurriendo no está bajo mi dominio, sino oculto detrás del escenario. Hay una cantidad de actividades que se realizan para que yo crea en lo que se representa en la escena. La complejidad en las sociedades contemporáneas produce un efecto en cierto modo análogo a éste, en el sentido en que para que podamos estar sentados acá, ahora, tienen que ocurrir una cantidad de acontecimientos muy complejos, que no nos son accesibles, a nuestra experiencia o a nuestra percepción. Estos van desde la electricidad, las comunicaciones, el transporte, todos fenómenos muy fáciles de alterar. La vida contemporánea es muy vulnerable porque es muy compleja. Si uno, por ejemplo, habla con cualquier chofer profesional descubre que el auto se vuelve para él, en tanto trabajador y su herramienta, un objeto cada vez más extraño. Algo que no entiende, que no puede arreglar y que es muy vulnerable. Se descompone una cosa y no comprende cómo arreglarlo. Si uno habla con un taxista enseguida le cuenta su extrañamiento. El extrañamiento es uno de los mecanismos que producen estados de inseguridad y temor. Porque en ese estado si hay un problema no se sabe cómo resolverlo. Cuando nosotros éramos chicos, se cortaba la luz y eso no significaba mayores problemas. Primero, los edificios no eran tan altos, había que subir y bajar una escalera relativamente corta. Y recién al día dejaba de haber agua. Pero ahora son muchísimas más las cosas que ocurren si se corta la luz. Si se llega a cortar la luz en una ciudad lo que se produce es una situación catastrófica, podría morir gente, incluso masivamente. Existirían problemas con los medicamentos, con las cadenas de frío. Esto hace que la vida contemporánea sea muy compleja. Esa complejidad es un fenómeno característico de esta época, cultural, política e ideológica.

La biopolítica es una noción que lo que intenta explicar, en parte históricamente y en parte respecto de la actualidad, es de qué manera se puede describir esa complejidad en relación a la problemática del poder. Muchas veces, cuando hablamos de complejidad, se hace desde el punto de vista de las teorías de los poderes hegemónicos, con lo que en realidad provocamos que no se termine problematizando la cuestión del poder y, lamentablemente, lo que se termina imponiendo es el modo en que los discursos políticos circulan cuando hablan de sociedad del conocimiento, cuando se habla de tecnología, o de internet. Hay un modo de hablar que es funcional a lo que suelo llamar los productores de riqueza, los que están del lado del poder, los que son detentadores de la propiedad. Los llamo así porque la palabra “capitalista” ha manifestado un deslizamiento de sentido: hay una frase que ha circulado en estos días en relación con los protagonistas del conflicto, que fue “los dos son capitalistas”. Esa es una frase reductora que pierde el significado que se le pretende atribuir. Todo es capitalista. Es capitalista este edificio, lo que tenemos puesto, lo que comemos. No existe el “no-capitalismo”. Estamos en un momento histórico donde las corporaciones privatistas del agua discuten si se puede o no juntar el agua de lluvia en forma gratuita, intentan cobrar por ella, expropiarla. Desde esa realidad es impensado algo que esté por fuera del capitalismo. Hoy decir que algo es capitalismo se ha convertido en una formulación moral que lo que refiere es a señalar a otro como capitalista y pretender bajo un discurso mostrar que uno no es capitalista. Es un fiel reflejo de la moral católica: señalar al otro para referenciar que uno es bueno, que no se toca, se confiesa y los malos son los otros, las prostitutas, los que no se confiesan y cosas por el estilo. Hay algo en ese tipo de lógica que por supuesto es totalmente inoperante, porque no hace más que ser funcional a alguna variable de la que no se tiene mucha conciencia.

Lo que trata de entender la biopolítica es de qué manera se constituyen las relaciones de poder en la actualidad. Nuestro tema es el poder, no como concepto, no como representación sino en el sentido de tratar de entender por qué fuerzas estamos atravesados. Cuáles son las fuerzas que operan y determinan que las cosas sean de una manera y no de otra.

Entonces: la televisión, el día que comenzó el evento del campo, operó como un conector. Colocó en la pantalla a una figura que tenía esas características que definía hace un momento. En realidad hice toda esta digresión para aclarar el tema de los temores más básicos, para conectar estos temores con la estupidez. Quiero decir: cuanto menos sean los recursos mentales e intelectuales que haya que usar en los momentos de pánico, mejor; por eso lo conecto con la estupidez, con los lugares comunes que la pantalla proyecta. El tema es que, si uno piensa un minuto, no sale corriendo, y hasta quizás pueda hacer otra cosa. De esa manera Mirtha Legrand, Alfredo De Angeli, Juan Carlos Blumberg son esos personajes que en la historieta crítica anarquista llamada South Park[5], cuando satirizan la televisión, ésta es representada por dos personas completamente idiotas que lo único que hacen es tirarse pedos en cámara todo el tiempo. De esa manera representan lo que es la televisión, algo idiota donde alguien que se tira flatulencias es el espectáculo. Ese es el registro de Mirtha Legrand, de De Angeli o de Blumberg, el registro de tirarse flatulencias: eso es lo que hizo De Angeli estos cien días. Esto es parte de la estupidización del espacio público en la Argentina de los últimos veinte años. El secreto para que esto funcione es que se articule con los temores más básicos que todos padecemos. Todos podemos ser víctimas de pánico; la cuestión es que uno pueda recurrir a otro tipo de recursos, enunciados, elaboraciones que le permitan no proceder de esa manera. Es decir, se trata de ampliar las opciones para reaccionar ante una situación de peligro; que no sea sólo la de huir hacia adelante. Porque esa huida es peligrosa y suicida.

Otro de los elementos que requiere la institución de una figura de esa naturaleza es un cierto tipo de gestualidad. Existe una gestualidad muy expresiva, con muy bajo nivel enunciativo, característica en todas las figuras que nombré. Frente a Mirtha Legrand puede estar un comensal que diga las cosas más interesantes, complejas y desarrolladas y ella, con un simple gesto –“No, eso no es así”, dice–, resuelve la conversación. Fíjense que De Angeli también se instaló en el lugar que posee gesticulando. Entonces, para entender todo esto que estamos discutiendo lo que nosotros deberíamos hacer es suspender un poco la relación que poseemos con los discursos circulantes. Uno tiene que poder decir que en el poder Ejecutivo existe una persona con la mayor capacidad intelectual y enunciativa que haya habido en décadas. Más allá de sus errores y sus aciertos. Y también merece esto decir que uno no debiera estar aclarando esto por temor a que lo tilden de kirchnerista. No es casual que frente a esa figura –que además es una figura femenina, hecho no menor ni insignificante– se haya establecido una configuración discursiva que frente a las palabras de ella contrapuso un monigote como De Angeli. Frente a alguien que decía no salgan corriendo –repito, acertada o desacertadamente–-, aparece este otro que grita “¡Fuego, fuego!”, una expresión muy sencilla y de alta efectividad en tanto capacidad expresiva. Y así, en el conflicto del campo cualquier eventual elaboración quedaba disuelta con un solo gesto. Mientras se trasmitían los discursos, se mostraba el rostro de De Angeli y sus gestos.

De esa forma en la Argentina hace muchos años que no hay debate, no se discuten las cosas. Se habla hasta el agotamiento, hay una enorme profusión de papel escrito, de horas de pantalla y de digresiones retóricamente polémicas, pero no hay un debate efectivo, argumentativo, sobre diversas cuestiones que se pretenden en discusión. Digo esto en el sentido de todo lo que implica un debate constructivo, de producción de sentido, de elaboración de argumentos.

Entonces, tenemos por un lado, la condición de la masa respecto de ciertas variables vinculadas con el pánico; un mensaje muy simple y muy expresivo que se articula con esos temores básicos y que los suscita; y una estructura tecnológica que permite una audiencia masiva frente a este espectáculo. Ante esto es interesante pensar la política frente a los avances tecnológicos. En este sentido el progresismo actúa siempre bajo la lógica del Estado, es decir, se plantea cuáles son las normas que existen frente a tal desarrollo tecnológico, de allí determina quiénes van a acceder o no a esta tecnología y, a partir de ello, hace una serie de cálculos. Eso es lo que ocurre hoy con internet y antes ocurría con el cable. Todavía ahora uno tiene disponibles criterios económicos respecto a la problemática del cable. Pero en la sociedad los problemas no ocurren bajo esa lógica estatal mediante la que se piensa. La gente accede al cable de muchas maneras, incluso porque lo puede ver en un bar, en otras casas, etc. Y la configuración discursiva de De Angeli versus la Presidenta no necesitó que el público tuviera cable para acceder a ella. Con esto quiero decir que no es la condición tecnológica que uno posee en la casa lo que lo hace a uno partícipe de este tipo de fenómeno; y lo digo más allá de cuánto esto salga o no en los canales de aire. En la lógica del espectáculo las cuestiones se convierten en fenómenos completamente masivos a los que se puede acceder de diferentes maneras. Hay una imagen que aparece mucho narrativamente en distintas series de televisión y películas que refiere a asistir a un acontecimiento viéndolo en una vidriera. Se manifiesta así que no es necesario siquiera estar en un restaurante o en una estación de servicio para tener acceso, hay pantallas en todos lados, en los taxis, en un banco, en la sala de espera del dentista. La impregnación de la imagen televisiva se ha extendido a lugares hasta hace unos años impensados. Eso implica que el acceso deje de tener una relación con la condición socioeconómica de la audiencia, el acceso se ha generalizado. Por otro lado, tampoco es necesario estar viendo largamente programas, porque la eficacia que tiene ese tipo de expresividad gestual que refiere a los temores es instantánea. Es decir, siguiendo con la metáfora del fuego en el teatro, para que la gente se asuste y salga corriendo yo no tengo que darles una conferencia. Grito una sola palabra en el momento adecuado y logro espantar a un montón de gente. Por eso es tan importante para la problemática del poder, de los fenómenos inflacionarios y de masas tener en cuenta las enormes consecuencias que puede tener un gesto muy simple. También puede proceder en un sentido análogo cierto tipo de información, cuantitativa y muy simple: el riesgo país, el porcentaje de incremento de los precios. Hay que hallar esos puntos de inflexión, en el sentido de la lógica de la palanca o, como decían los griegos, “denme un punto de apoyo y moveré el mundo”. El punto de apoyo del poder en las sociedades contemporáneas reside en estos gestos mediante los que se puede infundir el pánico en las multitudes. El gran genio de esa lógica se llama Bin Laden. En su momento alguien dijo que era una gran obra de arte lo que había pergeñado porque logró cambiar la historia con un solo gesto muy sencillo, sin armas, sin bombas. Lo que hizo fue planificarlo muy bien; conseguir gente dispuesta a suicidarse –lo cual no es tan difícil porque generalmente en la lógica de la guerra casi seguro al menos uno va a morir, de un modo u otro. Lo genial de esto es poder darse cuenta de que De Angeli podía ser el protagonista de esta historia. Imagínense que esto es como un guión, como alguien que define y arma un guión y luego se pregunta cuál va a ser el protagonista de esta historia. Lo terrible de esto es el desamparo, es la debilidad de toda una sociedad ante este tipo de recursos. Cosa que se pudo ver muy bien el 11 de septiembre. Bin Laden destruye las Torres y cambia la historia. Genera un conjunto de acontecimientos que no son sólo consecuencia de ese acto. Ningún acto aislado puede ocasionar semejantes transformaciones, pero sí son puntos clave, catalizadores, chispas. Digo “chispas” para ejemplificar que en una gran explosión de un tanque de combustible la chispa es el agente que la causa pero no es la que produce el incendio del combustible. Hablamos entonces, de un pequeño acontecimiento en ciertos contextos que producen enormes consecuencias. Pero, a la vez, para entender lo que sigue después de la lectura de estos acontecimientos tenemos que entender el contexto. Si nosotros seguimos hablando del campo, por ejemplo, si seguimos usando la palabra “campo” no podremos entender lo que está sucediendo. No podemos seguir con esa actitud bucólica de “mírenle las manos con que agarran la azada o conducen el arado tirado por el buey”. ¿De qué manos estamos hablando? Desde las máquinas super-tecnológicas hasta los avances en la cosmética que hay hoy día, lo que nos debe preocupar es el hecho de que esos enunciados sean sustentables. Nos debe preocupar que alguien diga eso y la gente no se le ría en la cara. Por un lado hablamos de biopolítica y por otro lado son eficientes enunciados sobre las manos de los campesinos en la época en que las manos se trasplantan. Lo que nos tiene que preocupar es la persistencia de enunciados que resultan disparatados, demenciales. Son enunciados que funcionan como si sacáramos una pieza de un museo, la trajéramos acá y pretendiéramos que funcione. El tema es que eso está ocurriendo en la Argentina, hay gente que gana millones de dólares y nos habla de sus manos. Ese enunciado por supuesto lo que encubre es a los que realmente tienen las manos encallecidas, a los que realmente no disponen de toda esta tecnología, a los que realmente están marginados de toda esta complejidad; los campesinos en condiciones de exigencias de todo tipo, los ausentes de esta historia. Cuando hablamos de relaciones de poder hablamos de cómo puede ausentarse una parte de la sociedad y colocarse el acento sobre otra parte. Hablamos de que eso se naturalice y aparezca como el escenario predominante.

En ese sentido, entender la biopolítica es entender de qué manera se manifiestan las relaciones entre lo que se hace (las prácticas), lo que se dice (las descripciones), la tecnología y la política. Este conjunto de relaciones provocan que las palabras que usamos habitualmente hayan perdido la capacidad de describir lo que ocurre. Un poco esa es mi idea para esta conversación. Se pierde la capacidad para describir lo que ocurre y entonces uno se encuentra en un debate sobre las palabras que resulta ineficaz.

Nosotros debemos discutir el poder como una red intersticial y asumir que no hay un lugar del poder. Porque esto de que el poder no tiene un lugar determinado lo leemos en los libros pero después sólo lo repetimos sin ver de qué manera se aplica a nuestra sociedad concreta. Cuando yo hablo de esa escena del primer discurso de la presidenta en que se partió la pantalla al medio[6], pareciera que es anecdótico o secundario lo que ocurrió, pero es nada menos que la constitución de una noción del poder. En esa situación el poder era algo que estaba siendo confrontado por dos personas. Ese era el relato que se produjo, entre De Angeli y la presidenta. Y en la configuración de ese relato también lo que se produjo fue la racionalidad, la intelectualidad, el conocimiento, la sensatez, en tanto disvalor porque el que nos dice que hay fuego en el teatro para que salgamos corriendo se transforma en el verdadero valor. Eso fue lo que se constituyó con la pantalla partida, implícitamente. Y eso es lo que produjo la consecuencia de que el discurso del poder constitucional se volviera inaudible. Hubo una situación de inaudibilidad de los discursos.

En algún momento Bernardo Neustadt produjo esto mismo respecto a las privatizaciones del Estado. Su gran capacidad de comunicador radicaba en las dos cosas que él sostenía: “hay que privatizar todo, no existe ningún otro problema, cualquier consecuencia que tenga este proceso es indiscernible, irrelevante”. Recordemos que esa operación la hizo con ese tipo de gesticulaciones a cámara y de continuas apelaciones al temor y a la inseguridad (y a la ineficacia, un modo –en definitiva- de la inseguridad (jurídica, tecnológica, respecto del futuro incierto y desdichado). Porque, como decía antes, lo que vive el transeúnte urbano es esta sensación de extrañamiento. Ese transeúnte urbano, cuando quiere viajar y no puede, cuando desea hablar por teléfono y algo no se lo permite, como no sabe por qué ocurren tales imposibilidades, es totalmente permeable a un monigote, a una caricatura como fue Neustadt en ese momento, que le dice al oído: “esto se resuelve de un modo simple que es así”. Neustadt dijo: “esto se resuelve haciendo una inflexión, regalando todo a quien sea que venga que parezca estar mejor organizado que nosotros”. Lo hizo en un contexto de crisis de la política que en parte se debe a estos fenómenos de incremento de la complejidad, al hecho de que el poder no reside en la institución política. Ése es el problema: el poder no reside en la institución política. El poder no reside en la República, por eso los que defienden que se disuelva completamente cualquier configuración colectiva que defienda derechos hablan tanto de la República. Ellos defienden la soberanía republicana, cuando son los principales defensores de que los intereses hegemónicos de las redes intersticiales del poder se impongan incondicionalmente. Esto es lo grave que está ocurriendo en la Argentina. Y en este conflicto no es verdad que los dos sectores sean equivalentes, aunque es bien compleja la diferencia que hay entre ambos y es difícil decir si el bien está precisamente de un lado.

En efecto, como en esta organización sindical se sabe tan bien, uno de los muy pocos recursos de defensa de derechos que existen frente a este nuevo orden de la complejidad es la dimensión pública de las políticas. Las políticas de Estado, de un Estado protector de los más débiles. Esta es una cuestión que no tiene nada que ver con las utopías ni con lo ideal, ni con la revolución social; es una cuestión de supervivencia colectiva. La consecuencia que tiene la disgregación de esa estructura del Estado y de su lógica significa la inanición, la pobreza, la indigencia, la desgracia de millones de personas. Por lo tanto, discutir el problema del poder en la sociedad actual supone discutir la situación en la que se encuentra un tercio de la población o la mitad de la población eventualmente, que se encuentra en una situación de extremo riesgo. Y, por ello, puede concurrir a la situación de pánico general que se induce con fines de ejercer la dominación.

Es decir, ahí aparecen dos variables que intervienen en el problema del pánico. Los sectores más pudientes –en el plano subjetivo– son muy fáciles de alinear en la problemática del pánico por el fenómeno de extrañamiento del que hablaba antes. Porque, aclaremos, el poder tampoco reside en los sectores pudientes. No se lo encuentra en la institución soberana pero tampoco en otro lugar. No hay alguien que detente el poder. El capitalismo está organizado alrededor de entidades anónimas. Alguien que dispone de muchas posibilidades económicas está tan sujeto al pánico y al extrañamiento como cualquier otro que vive en la sociedad contemporánea (aunque con consecuencias del todo diferentes para los individuos). Por eso es un tema tan incisivo. En la condición urbana contemporánea –pensemos en la São Paulo de los helicópteros[7]–, el poder económico no es suficiente para garantizar una vida confortable ni resguardada. Con lo cual esos sujetos también son presa del pánico. Los fenómenos como Blumberg o De Angeli atraviesan las categorías socioeconómicas con las que estamos habituados a pensar y las tornan problemáticas. La segunda variable refiere a que la representación mediática posee una enorme adhesión en sectores muy diversos de la sociedad; en sectores carenciados porque viven en situación de riesgo efectivo, situaciones desastrosas, con lo cual solo hace falta que se corran un poco los parámetros de la inflación o de la convertibilidad para que una familia ya no pueda mantenerse. Nuevamente la vulnerabilidad desde el otro extremo.

Cuando hablamos de destitución, de lo “destituyente”, estamos hablando desde una perspectiva biopolítica. Empezamos a hablar –y lo digo en primera persona– en enero de 2002 del concepto de “lo destituyente”. Lo destituyente se establece en la Argentina en el 2002 porque en ese año hubo una crisis destitutiva y no una insurrección, ni un momento revolucionario, ni un movimiento social progresista, ni nada de todo eso. Porque la absoluta confusión que se produjo en el campo popular fue por la lectura del comportamiento de algunos sectores que se organizaban para sobrevivir –piqueteros, asamblearios, clubes de trueque–, que poco tuvieron que ver con un fenómeno progresivo, sino más bien con uno de organización social frente a la catástrofe (y no por ello con menores potencialidades políticas y progresivas en algunos casos, no obstante). Ahí hay una dificultad respecto a lo que mencionaba antes que hacemos con los relatos en la Argentina. Si yo estoy en el Titanic y me hundo, me organizo bien en las balsas, naufrago y sobrevivo, después no puedo hacer linealmente un relato épico de eso. Aunque finalmente se pueda hacer, pero reconozcamos que ése es un mecanismo de la derecha: es la derecha la que cuenta que estuvo en un avión que se cayó y que sobrevivió comiéndose a sus compañeros muertos, porque es una gran relatora de las épicas de la supervivencia. Son relatos que refieren siempre a los rasgos eventualmente más egoístas. Rasgos que en el caso de la crisis de 2002 fueron grupales, fueron colectivos y fueron populares pero no por eso nos hablan de una utopía revolucionaria. Entiendo que en esto radica toda una dificultad, y bien polémica.

Pienso que lo que ocurría en ese momento era algo que podemos remitir al punto de inflexión de la dictadura y que tiene que ver con el debate sobre el paradigma neoliberal en la Argentina. Para lo cual “neoliberal”, aclaro, no es una buena expresión tampoco. Lo que ocurre en Argentina políticamente desde hace muchas décadas es una destitución de la política mediante la cual lo que se trata es de producir riqueza de forma que requiera una prescindencia del tejido social colectivo. Y si nos tenemos que referir a otros momentos de la historia argentina, en un cierto punto hay que abordar el paradigma agro-exportador. Es decir: si yo tengo gente que trabaje la tierra no necesito todo el resto y este es un fenómeno que fue contradictorio con el fenómeno inmigratorio y el industrialismo. Por eso hay un conflicto. Acá el modelo industrialista fracasó siempre. Es un modelo que por distintas razones no ha logrado instalarse en forma hegemónica y el que sí ha logrado instalarse en forma hegemónica –y esto lo sabemos ahora, de nuevo– es el modelo agro-exportador. Ahora, este modelo no se instala hegemónicamente porque cautive la conciencia colectiva, sino que logra hacer otra cosa mucho más complicada, que es producir un estado de negligencia de la mayoría de la población: la producción de riqueza argentina no tiene relación con la población argentina como conjunto. Uno podría describir las relaciones de poder en términos de una enorme parte de la población que pretende vivir en este territorio –no estoy hablando de revolución social ni de riqueza colectiva, sino del simple hecho de vivir en este territorio– en condiciones que tienen que ver con un modelo emancipatorio de igualdad. Algo que otras sociedades no han desarrollado. La sociedad argentina desarrolló un imaginario de igualdad localizado en el sentido común de la población, pero los productores de riqueza están divorciados de ese imaginario. Tienen una relación antagonista con ese imaginario. Esto no ocurre en otra sociedad o al menos el capitalismo en otras regiones no funciona así. En Holanda, por ejemplo, los productores de riqueza tienen una alianza con las poblaciones, por eso cuando gana el neoliberalismo en esos países se retrocede pero no se pretende que tal retroceso sea de doscientos años, como aquí.[8] En la Argentina se retrocede toda la historia, se anulan todos los derechos conquistados. Es decir, el nuestro es un país en que los niveles de violencia social corresponden a una guerra civil larvada que ocurre continuamente durante nuestros últimos sesenta años. Una guerra civil que no se resuelve, que nadie gana. Eso es lo que caracteriza a la Argentina y, no olvidemos que, además, eso está imbricado con los grandes desarrollos tecnológicos novedosos que se fueron produciendo. Se genera entonces un fenómeno extremadamente complicado que explica por qué las simplificaciones son tan atractivas y tienen tanto éxito. Por qué resulta tan difícil en tales condiciones sostener un debate. Me detengo aquí porque me parece interesante, en lugar de profundizar o abordar otros aspectos, que conversemos un poco.

 

Intercambio

Participante 1: Una aclaración, de lo dicho: ¿el capitalismo es la forma de desarrollo clave en nuestro país?

AK: Esa es una buena pregunta porque en realidad no existe otra forma viable de desarrollo. Por lo tanto, lo que se discute ahí es si es viable el país. Para decirlo de un modo menos abstracto: nuestra pregunta sería sobre la viabilidad del proyecto emancipatorio, el proyecto de la equidad, de la igualdad. Ahora, en este caso, yo reformularía esa pregunta porque en realidad lo que hay que cuestionarse no es si es viable. Uno podría decir que no es viable en relación a las prácticas establecidas de los productores de riqueza. Estos productores de riqueza han constituido prácticas históricas que son incompatibles con el proyecto emancipatorio. Por eso hay una guerra civil y por eso hay que planteárselo en esos términos. Es decir: el capitalismo es posible en términos de desarrollo económico y social pero en esta sociedad no es viable sin una resolución de esta guerra civil. Esta guerra civil vuelve inviable el desarrollo de un capitalismo periférico más o menos sustentable. Lo vuelve inviable en el sentido de que se produce mucha destructividad, mucha violencia. Quizás esa sea la forma de subsistencia de nuestro capitalismo, de hecho es lo que está ocurriendo. Ahora: después de 2001 es difícil afirmarlo tan fácilmente porque allí se vivió una situación realmente extrema, radical, de la que hemos salido y a la que podemos volver.

Participante 1: Hecha esta pregunta, quiero decir otra cosa. Yo no comparto esto de que podamos resolver esto sin salir del capitalismo, porque el centro de la cuestión de la desigualdad es la sociedad capitalista. Tomando como base esto, a partir del capitalismo llego a dos cuestiones: las ideas y el desarrollo del grado de conciencia. Porque si yo no tengo ideas para pensar esto y no puedo elevar el grado de conciencia de la gente tengo dificultades de producir cambios o avanzar. Por eso me pareció bien el comienzo, el problema de las ideas. Otra cosa más para redondear lo que estoy diciendo. La inflación es un fenómeno relacionado a la sociedad capitalista ya que la ley fundamental de la sociedad capitalista es el máximo beneficio. Entonces la inflación es una consecuencia de la ley del máximo beneficio.

AK: El comentario me permite acceder a un problema que no mencioné y que es bien difícil y provocativo. Literariamente, yo me definiría como anarco-comunista. Ahora, esa definición, hoy, en esta sociedad real y concreta solo puede ser sostenida como una creencia religiosa. Lo que pasa es que una idea religiosa no es algo tan malo como uno puede creer. Después de todo, ha habido momentos históricos en que ciertos movimientos históricos fueron emancipatorios, fueron revolucionarios y creo que éste es, en cierto sentido, un momento así. Aunque sea muy difícil de acordar. El tema de la revolución del socialismo, hoy en día, no es articulable con la política real o con las relaciones de poder real. Parte de nuestra crisis en el campo popular y progresista tiene que ver con eso. El capitalismo es el momento donde la conciencia puede ser capturada por imbéciles, cosa que no pasaba en la Rusia de 1916. Si uno lee esa historia, es una historia épica, cargada de historias edificantes. Y, realmente, yo creo que así ha ocurrido en buena medida porque en ese momento había otra conexión entre ideas y acciones. No teníamos esa posibilidad que surge con los movimientos totalitarios durante el siglo XX, el estalinismo o el hitlerismo, en su relación con los fenómenos comunicacionales masivos. Estos nuevos fenómenos forman parte de lo que ha hecho inviable políticamente a los movimientos socialistas revolucionarios.

Por eso, cuando me refiero a lo religioso no lo hago peyorativamente ni en el sentido de que no pueda ser eficaz. Sino en el sentido de que son las creencias las que mueven a la humanidad. Por ejemplo, yo creo en la igualdad, creo en la solidaridad, creo en la emancipación, creo en la justicia. Esos valores no han cambiado respecto de lo que ha sido la historia y uno puede seguir trabajando con ellos. En esta discusión que hemos tenido en estos días el lado de la injusticia está mucho más cercano a la posición del campo que del otro lado. ¿Por qué digo esto? No porque tengan razón, ni porque haya un buen gobierno, ni porque produzcan la justicia. Sino porque si cae este gobierno –y él mismo lo sabe–, un tercio de la población argentina podría vivir consecuencias catastróficas. Y cualquier elemental sentido de la justicia plantea un compromiso o una preocupación con esa cuestión. Es decir: ya no puedo tolerar, aceptar, ni querer que se corte el agua, que se corten los servicios, que la gente se empobrezca brutalmente. Algo que ya ocurrió pero que desde la obturación de la conciencia que ha vivido nuestra sociedad, parece haber sido olvidado o habérsele quitado el sentido a lo que está ocurriendo. En el 2002 había centenares de miles de personas comiendo basura y hoy estamos en un contexto donde se dice que también. ¿Cómo ahora también? Discutía el otro día con un alumno y él sostenía que porque yo no iba a La Matanza no veía a la gente con hambre. Y ese es el punto: yo no necesitaba ir a La Matanza en 2002 para ver miles de personas comiendo basura en la calle, porque había tanta que estaban en todos lados. Ahora en La Matanza hay hambre como lo hay en un montón de lugares del país. Pero el problema es cuando estas palabras que digo se caen a pedazos y uno no puede decir que hay menos hambre que en 2002, porque eso significaría, teóricamente, decir que el kirchnerismo es el proyecto nacional válido. Bueno, no. Vivimos en una lógica del mal menor que no supone un consuelo, ni una conciliación, ni un conformismo. Supone evitar el mal mayor, que es inminente. En cambio, la idea de la justicia social es una teoría en el sentido político de la palabra. Es una abstracción.

Porque, además, ¿quién sabe qué es lo que hay que hacer en este país? Que me diga alguien que tiene la menor idea de que podría garantizar si estuviera en el poder político lo que se podría hacer en la Argentina. Eso es lo desesperante. Y voy a dar un ejemplo interesante para este lugar en el que nos encontramos: ser sindicalista en la Argentina es algo malo intrínsecamente. La CTA es más buena porque no está en el poder, nada más que por eso. Porque es una víctima, porque está desplazada, porque no tiene personería, está ninguneada. Si no fuera así, el imaginario destituyente la pondría también en el lugar del desprecio, porque los derechos laborales en la Argentina no deben existir. Porque lo destituyente es la pretensión, no subjetiva, mucho más compleja, de que el gobierno de los asuntos sea efectuado por administradores gerenciales. Todo aquel que invoque valores políticos para gobernar los asuntos, es señalado como alguien que miente. Esto es lo que se estableció en los últimos treinta años en la Argentina. Primero eran los golpes militares los que lo instalaban y ahora es la televisión.

Acá no hay otra cosa que capitalismo. Hay que reconocer y al mismo tiempo sentirse disconforme con eso, por eso yo comparto la intención del comentario del compañero y la incomodidad respecto a lo que estoy diciendo. Porque éste no es el mundo donde uno quiere vivir. No es el mundo para el que nos hemos educado y que llevamos muchos años luchando para cambiar. Pero no porque creamos que vamos, efectivamente, a realizar ese mundo ahora, vamos a perder de vista la verdadera complejidad de las condiciones dadas.

No es viable que ese cambio ocurra. Los proyectos emancipatorios de tipo colectivo político aún no son viables. No son enunciables. No puede saberse cómo deberían ocurrir ni qué deberían hacer. Y, frente a esa discusión, lo que uno sí tiene efectivamente, es una discusión sobre un estado regulador de conflictos, un Estado de tipo distributivo socialdemócrata a la manera europea. Muchos de esos Estados son monárquicos, países justamente donde más se respetan los derechos humanos y laborales. Monarquías constitucionales europeas. ¿Podemos importar o trasladar eso? No. ¿Podríamos ser como Cuba? No, nosotros. Pero algo nos tienen que decir. Recuerdo que siempre me resultó  terrorífica una afirmación de Alberdi que decía que el modo ideal de vida es la constitucionalidad democrática y republicana, pero la población argentina no sirve para eso. Porque lo que él sugería era traer a otra población, europea, anglosajona, porque los indios y los criollos no sirven para esto: una afirmación atroz. Por otro lado, y por razones muy diferentes, nuestra población tampoco tiene nada que ver con una vida cubana. La única manera sería pensar en un proyecto socialista justiciero ascético, que yo lo compartiría completamente, porque la mayoría de nosotros hemos vivido así toda nuestra vida por lo cual no tendríamos mayores problemas en tener que viajar en guagua o tener nuestra medicina autóctona como en Cuba. Pero reconozcamos que somos una minoría en la Argentina. La mayoría cada vez que tiene dos mangos va corriendo a consumir, se va de vacaciones. Ahí sí hay una realidad subjetiva compleja pero a la que hay que ponerle mucha atención.

Participante 2: ¿Ese miedo a lo destituyente no tiene también que ver con esto de alguien en un teatro gritando “fuego”? Porque en este conflicto del campo también en nuestra discusión hubo temor de sostener algo por el espanto y no por la convocatoria misma a la acción emancipatoria. En concreto, decir “golpe” también es otra forma de gritar “fuego”. La otra pregunta respecto a lo destituyente es: ¿qué sectores de poder estarían destituyendo al poder soberano del que hablás vos?

Participante 3: Vos hablaste del pánico como operador en la malla del poder. En ese caso, el tema de la seguridad, ¿qué alcance tiene de concretarse políticamente cuando, en realidad, no hay seguridad en la emancipación?

AK: Respecto a la primera pregunta, efectivamente ése es un problema. Existe el riesgo de que también los discursos emancipatorios utilicen palancas de sentido para operar sobre el pánico. Yo me atrevería a decir también que una de las formas con que se reacciona frente a ese riesgo no es por pánico sino por entusiasmo. El fragor de la lucha requiere un compromiso, uno se calienta en ese acontecimiento. Cuando uno se calienta, no piensa. El pánico de la huida no es la única forma de suspender la reflexión ante una situación de riesgo sino también la acción misma, cuando me obliga a enfrentarme con riesgos y me coloca en una situación de dificultad de pensamiento. Este momento de la Argentina en que se habla tanto y se escribe tanto no es el gran momento de la reflexión. La reflexión se podrá hacer en pequeños grupos o individualmente, pero no es compartible. Personalmente, creo que el espacio de Carta Abierta surge de una reflexión pero, ni bien empieza a circular e instalarse en el espacio público, limita las posibilidades de reproducir una reflexión, porque interviene en una lucha confrontativa que se vuelve esquemática. El gran problema que hay para una reflexión crítica hoy en día, como en cualquier situación violenta, es que en los conflictos se producen alianzas contra natura. Ese hecho, que es propio de la guerra aun más que de la política, implica juntarse entre quienes en otras circunstancias nunca se hubieran reunido, contra un oponente, hasta el momento en que termine este conflicto para después volver a separase. Recordemos que Rusia y Alemania hicieron un pacto en la Segunda Guerra Mundial. Pacto completamente contra natura, porque parte del sentido más profundo del nazismo era destruir el socialismo soviético. La alianza entre Estados Unidos y Rusia fue también una alianza que no hizo más que preceder a una Guerra Fría de cincuenta años. En cierta medida ahora también entre nosotros está ocurriendo eso.

Así que ante la primera pregunta estoy completamente de acuerdo. Frente a una situación de riesgo o peligro, ¿cómo hacer para encararla con frialdad intelectual que no implique frialdad en la acción? Ésa es la dificultad de todo conflicto. Alguien tiene que hacer ese trabajo. Yo creo que, si algún sentido tiene la palabra “intelectual”, que es tan controvertida, que siempre me ha incomodado, es justamente el de resguardar cierta frialdad para reflexionar sobre una situación y poder decir algo. Cosa que muy probablemente pueda hacerse mal, como sabemos. Un riesgo de lo que estamos diciendo es ése que planteás vos. Ahora, cuando uno identifica un riesgo lo que hace no es dejar de pensar porque hay un riesgo, sino tomarlo como una variable, tenerlo en cuenta. Personalmente, eso me ha valido distanciarme en la actualidad de algunos escenarios, de algunas fotografías, situaciones. Porque efectivamente cuando uno piensa que un gobierno como este es el mal menor, corre el riesgo de ser completamente atrapado por la lógica del poder y que se neutralice la capacidad crítica. Efectivamente, ese es un riesgo absolutamente candente que existe en este momento y que corremos todos. Porque se produce una situación binaria donde hay que estar con uno o con el otro; y es cierto que no hay que estar ni con uno ni con el otro, pero no de la manera trivial con que algunos lo hicieron –del tipo “los dos son capitalistas, yo no estoy con ninguno”–, porque no estar con ninguno así implica pensar que cuando haya millones de personas comiendo basura de nuevo habrá que ser muy claro respecto al lugar que uno va a ocupar. Porque ya vimos dónde estuvieron algunos de ellos, siempre destruyendo cualquier posibilidad de organización social auténtica. Siempre incentivando una lógica mediática, al fin, atrapada, ideológicamente, para usar esa palabra antigua, por la hegemonía de cierta representación de cómo luchar, que hoy resulta del todo ineficaz.

Hay formas completamente ineficaces y funcionales. A ver si alguna vez vamos a poder entender que si Nelson Castro los llama para estar en su programa no es para escuchar lo que decís porque le interesa la existencia de una sociedad socialista. No: lo hace para destituir determinadas circunstancias institucionales. Nada más que por eso, si no, no lo haría. Si hubiera el menor riesgo de producir un estado de la conciencia socialista, Nelson Castro no los llamaría. Por otro lado, respecto a tu segunda pregunta, lo destituyente no tiene sujeto. No hay un sujeto de la destitución, la destitución no es el golpe de Estado. La Argentina está inmersa en un proceso destitutivo. Nosotros estamos acostumbrados a pensar la dictadura como una cosa terrible, que lo fue por lo que hizo, pero no por lo que era. Pensemos en cuánto duró la dictadura nuestra y cuánto duran otras dictaduras: lo “normal” es que una dictadura se prolongue durante años, décadas. Ésta, en cambio, no duró nada. Pensemos que a los dos o tres años tuvo que cambiar de figuras porque se caía. Los libros, en este sentido, reitero, no sirven para analizar literalmente a la Argentina. Tuvimos una dictadura atroz pero las Madres daban vueltas por la Plaza al segundo año. Cosa que no ocurre en las dictaduras atroces “normales”: en la Alemania de Hitler no había gente dando vueltas por ahí que salía en todos los diarios del mundo tratando de cuestionar al régimen. Para nada. Lo destituyente en relación a la dictadura implica pensar en una dictadura que para poder avanzar en cierto proyecto tuvo que actuar de una manera desmesuradamente atroz, disolviendo sus propias condiciones de sustentabilidad. Si esa dictadura tiró gente de aviones, mantuvo gente en la ESMA, significa que su disposición a la soberanía se vuelve inviable. Ningún proyecto, por más dictatorial que fuere, puede tener un sustento soberano de gobierno si roba quinientos niños. Ellos mismos con esas acciones destituían su propio éxito respecto a la represión de los movimientos revolucionarios. Hoy los chicos robados son diputados. Con lo cual hay que pensar si el sujeto social que actuó de aquella manera lo que estaba haciendo no era suicidarse. Destituir toda práctica de poder soberano: la dictadura tuvo en ese sentido una fuerte acción de disgregación sobre sí misma, aunque aparentemente haya hecho lo contrario. En esos términos es como debemos pensar que la dictadura en nuestro país fue débil más que fuerte. No tuvo consistencia, no pudo sostenerse.

La condición de lo destituyente es una condición mediante la cual en una sociedad los actores del poder no están arraigados ni en el territorio ni en la población. Y eso es lo que crea la posibilidad de lo destituyente. Los productores de riqueza no necesitan vivir en este país. Eso nos diferencia de otros países. No les interesa la cultura argentina, no les interesa el territorio argentino. Ellos sienten que viven en el mundo y que la Argentina es un lugar de donde se extrae riqueza. Ya sea de manera especulativo-financiera o de maneras sustractivo-económicas. De esta forma, lo que se configura es una cultura desconectada. El productor de riqueza no tiene interés en la viabilidad de la mayor parte de la sociedad argentina. La mayor parte de la sociedad argentina organizó un relato emancipatorio que se llama “peronismo” –discúlpenme, pero se llama así. El peronismo es la social-democracia argentina. Y el fracaso nuestro como actores políticos, sociales, emancipatorios de esto que separa al mundo es total. Porque en el mundo leen a todos los gorilas, en el mundo leen la circulación de relatos que no tienen nada que ver con la realidad. Aclaro que cuando digo “peronismo” no me refiero al partido político. Ya cuando se habla del peronismo en términos de partido significa una gorileada (me gusta la palabra “gorila”, porque el gorilismo es lo que configura la identidad de los productores de riqueza desarraigados de la sociedad argentina a los que tampoco les interesa la sociedad argentina). La sociedad argentina es peronista en el sentido de que el peronismo es el relato emancipatorio realmente existente. Un lugar donde se desarrolla la expectativa de estar menos mal, de disfrutar de una mayor igualdad. ¿Por qué la gente le creyó a Menem? Porque él era quien iba a hacer lo que iba a hacer del modo menos doloroso posible. Si eso lo hubiera hecho otro, hubiera sido mucho más violento y más catastrófico. Por supuesto que lo que estoy diciendo no tiene que ver con adherir a nada. No implica adherir al Partido Justicialista. Ésa es la trampa. Efectivamente, la dificultad que presenta este momento es que no hay ninguna posición que uno pueda adoptar. ¿Qué podría ser uno ahora? Estamos en el punto donde uno debe apagar la televisión porque no se puede ver: es un conflicto tremendamente destructivo donde no hay algo que se pueda decir desde una lógica de productividad política. Lo destituyente es una condición sistémica, intersticial, de disgregación de las instituciones y de las identidades. Yo vengo hace años escribiendo sobre la destitución. Recuerdo que en su momento estuvimos reflexionando sobre la búsqueda de los niños cuyas identidades fueron sustraídas por la dictadura. Decíamos que la identidad de los niños debe se devuelta por el Estado, garante de las identidades, no sus abuelas. Ahí también se produjo una situación destituyente en la cual la gente tuvo que hacerse cargo de sus problemas porque no hay Estado. Pero no digo Estado en el sentido solo del aparato burocrático, sino de la institución soberana desde el punto de vista de la pérdida la legitimidad, en la medida en que no es creíble. El Estado se ha vuelto destinatario de un discurso que lo ubica solamente en el lugar de la corrupción y el robo. Que es lo que ocurre también con el sindicalismo. Hay una destitución del sindicalismo. No se puede ser sindicalista. La figura del sindicalista ha perdido capacidad de enunciación. Tal como la del trabajador: el trabajador como figura de soberanía, como figura política en la Argentina está destituido. Si alguien dice “soy sindicalista”, en el espacio público, es sinónimo de ser un “mafioso ladrón”. Esto opera en el sentido común más raso y es extremadamente grave y apunta a las cuestiones sobre el qué hacer respecto a ello. La cuestión de que los derechos humanos hayan quedado desprendidos de los derechos laborales, como dos cosas distintas, no es una cuestión menor.

Respecto a la pregunta sobre la seguridad y el miedo como operación ante la emancipación: efectivamente, la política es una aventura. Supone siempre un riesgo. Implica la incertidumbre, el arrojo. Y esas condiciones subjetivas están abolidas en la cultura contemporánea, porque es una cultura del goce, del confort, del consumo que, precisamente, disuelve la posibilidad de una lógica del riesgo, como es el caso cubano. Ser cubano es asumir que uno es pobre, que no tiene combustible; y no obstante bailar y cantar. Nosotros admiramos eso pero no tenemos mucho que ver con ese modelo. La política es poder enfrentar el riesgo de una forma humana, con templanza y cierto heroísmo. El capitalismo tardío ha producido una desarticulación de esas subjetividades.

 

Notas

[1] Se refiere al conflicto entre el gobierno nacional y las entidades del campo. La conferencia se desarrolló en el momento más álgido de ese conflicto.

[2] “¿Qué es un desaparecido? En cuanto éste como tal, es una incógnita el desaparecido. Si reapareciera tendría un tratamiento X, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tendría un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido”. La declaración pertenece a Jorge Rafael Videla y fue formulada en una conferencia de prensa en diciembre de 1979, en relación con la visita al país de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA.

[3] La palabra biopolítica puede encontrar su origen en otra: biopoder, que es un concepto que el filósofo francés Michael Foucault utilizaba para describir la acción del poder en todas las esferas de la vida, incluso las más aparentemente insignificantes. Desde esa perspectiva, la biopólitica intenta reflexionar sobre la lucha por el poder en todas esas esferas y las múltiples modulaciones que esa lucha puede tener, según del territorio del que se trate.

[4] Efectivamente, el problema de las masas como configuraciones sociales contemporáneas ha sido uno de los temas principales del pensamiento social del siglo XX. Sus orígenes podrían rastrearse hasta la célebre polémica entre Sigmund Freud y Gustav Le Bon (en los libros “Psicología de masas y análisis del yo” y “Psicología de las masas” respectivamente) sobre el problema de la identificación de la masa con un líder y su comportamiento en relación con él.

[5] Se refiere a una serie de animación norteamericana, profundamente corrosiva, protagonizada por un grupo de chicos que encarnan las peores miserias de la cultura estadounidense. También hay una película derivada de la serie.

[6] Se refiere al recurso de los canales de televisión que, al transmitir el primer discurso de Cristina Fernández por el conflicto del campo, usaban media pantalla del televisor para mostrarla a ella y la otra mitad para mostrar las reacciones de De Angeli. Ese episodio ha dado lugar a muchas reflexiones sobre el papel de los medios durante el conflicto.

[7] Se refiere a la expansión del helicóptero como medio de transporte en São Paulo, Brasil, como aparente consecuencia de los fenómenos de inseguridad que vive la ciudad.

[8] Al respecto, véase la tapa de la revista Barcelona que, en relación con la fórmula muy utilizada por los sectores del campo durante el conflicto según la cual había que “retrotraer la situación la 14 de marzo” (la resolución que modificaba el régimen de retenciones había sido dictada el 15 de marzo) tituló: “Ahora los ruralistas quieren retrotraer la situación a 1880”.