Soriano

Pasaron más de dos décadas del “caso Soriano”. Defenestrado por alumnos y docentes de la cátedra de Beatriz Sarlo, Osvaldo Soriano murió en 1997 tras haber sido un gran vendedor de libros pero lamentando no haber tenido reconocimiento académico.

El mismo año murió su principal detractor, Charlie Feiling, que, en 1991 en la revista Babel, destrozó Una sombra ya pronto serás. Su lectura aguda de Soriano, sin embargo, queda hoy opacada por cierto afectado antiperonismo que se lo lleva puesto: Soriano, para Feiling, incurre en “populismo”, y llegó a decir que su literatura era el equivalente cultural a la política menemista. Amén de la bronca poco disimulada ante la mayor visibilidad y ventas del autor de Triste, solitario y final, objeto de escarnio para los escritores nucleados en Babel.

Ya no están Babel, Soriano ni Feiling. Pero a este cronista le queda el sabor de lo incompleto: hay cuentas pendientes con Soriano. Hay que pasar en limpio algunas cosas. Porque cuando se discute en algún panel la relación entre narrativa y política y se lo menciona junto a Walsh, alguna alarma debiera encenderse.

Bastaría detenerse en No habrá más penas ni olvido para que el fastidio se haga presente. Lo mismo puede decirse de la película del mismo nombre que esa novela inspiró. Y dentro de esa novela –tribunera, facilonga–, en una escena que derrocha mala fe, casi al nivel de una opereta periodística. Porque Soriano le hace decir a un personaje: “nunca me interesó la política, siempre fui peronista”. Todo en un contexto de semigrotesco, con militares “brutos” y facciones que se enfrentan a los tiros como en una historieta mala, representándose así los momentos previos al golpe del ’76. La frase se fijó como un cliché para los años que vendrían. Al punto que algunos ignoran su origen.

Dudoso honor. Solo a tipos como Ernesto Sábato se les puede llegar a leer cosas así. Un modo de intervención directa del autor sobre sus personajes, haciéndoles decir lo que piensa él, remachando las escenas: una basura antiliteraria.

Sucede que la “verdad” que el autor enuncia de ese modo no se ajusta a hechos perfectamente comprobables: el tipo de persona que “describe” Soriano, no es “peronista”. Cualquiera sabe que no hay peronista que no se interese por la política. Más a la izquierda, más a la derecha, en el centro: no importa: al peronista le interesa la política, porque sabe que la política le mejoró o le jodió la vida.

La novela de Soriano es de 1978, la película de 1983. ¿Quiénes necesitaban denigrar de ese modo a la figura del “peronista”? ¿Las víctimas directas de la dictadura? ¿Los exiliados como Soriano?

Más bien diría que los beneficiarios de esa “representación” fueron los que, ante todo, necesitan sentirse “limpios” frente a “la política” y en base a ello toman posición: los hijos del ’55.

En el ‘78, fue la antipolítica de los argentinos derechos y humanos. En el ’83, la frase fue un perfecto centro a la cabeza del partido que accedió al gobierno.

Por eso, que la novela de Soriano haya tenido tan buena prensa y circulación en la primer mitad de los ochenta obedeció a razones extraliterarias. El autor decía en ella lo que el convencido militante radical de esos años quería escuchar: somos la vida, somos la paz, somos la civilización y allá enfrente está la barbarie.

Mientras tanto, la sombra terrible de Soriano acaricia un gato, junto a una foto que lo muestra fumando, y otra foto junto a Cortázar en París.

No era un “populista” como pensaba Feiling. Un auténtico “populista” no hubiese lamentado tanto el silencio de la academia: se les hubiese cagado de risa.

Pero Soriano, con picardía, era más bien un autor con aspiraciones y un logro que lo sobrevivió: ser mencionado en mesas redondas sobre narrativa y política.

Tolerancia

A la revista Humor Registrado le debemos la instalación del término “tolerancia” como valor máximo de la democracia, en aquellos años ochenta.

A lo largo de todos sus números, se vituperó al autoritarismo por “intolerante”. Era la idea disponible en momentos viscosos, la queja a mano en una lengua de mínima, comprensible para cualquiera.

“Tolerancia” era todo lo que se reclamaba. Para el que “piensa distinto”, entidad genérica que agrupaba a opositores políticos de variado pelaje, artistas, científicos, etc.

Sabido es que el finado Andrés Cascioli admiraba a la democracia estadounidense, donde a su juicio todo era libertad y “tolerancia” gracias a su funcionamiento institucional.

De ahí la demanda de “tolerancia”, asunto que mete a la “realidad” en un problema.

Porque cuando se demanda tolerancia –y se tolera, siempre, aquello que es nocivo, tóxico, destructivo– se asume un lugar de enunciación: el lugar donde nos coloca el adversario. Yo te tolero, vos tolerame.

El tiempo siguió su curso, y la tolerancia amplió su alcance: se aprendió a tolerar la mentira, el saqueo, la desgracia social, y siguen las firmas. Como quien tolera altas dosis de alcohol en sangre, y calamidades y pestes diversas.

Tuvo cosas muy buenas, la revista Humor. Su gran pelotazo en contra fue resumir casi todo en la demanda de “tolerancia”.

[ilustración: Ana Celentano]