Cuando habla, todo sucede al mismo tiempo. El dolor, la calma, el conflicto, la paz se superponen, se intercalan; no hay medición, ni forcejeo sobre la memoria. ¿Desde dónde se habla en la derrota? Lula va hilando los momentos entre la victoria de la huelga de 1979 y la derrota de su sindicato en la de 1980 –la mayor de su historia con cuarenta y un días de paro– bajo una advertencia sobre los eufemismos y los lugares comunes. En la derrota, dice, ganamos mucho más que cuando ganamos económicamente, porque no es el dinero el que resuelve el problema de una huelga, es la teoría y el conocimiento político. ¿Desde dónde se vuelve a hacer pie? Lula es una idea, sentencia y se le nota el aplomo del que tiene todo el tiempo del mundo. Se vuelve a hacer pie desde las concepciones políticas, del modo en que éstas se recrean en las formas y contenidos de los trabajadores, en las configuraciones de los subalternos, en lo cotidiano del pueblo.

En su correspondencia con Perón, para 1957 –una etapa anterior al John William Cooke “consagrado”, como lo llama Nicolás Casullo– aparece otro Cooke, el que carga con la frustración del golpe del ’55, con la frustración del acuerdo con Frondizi, el que trata de indagar sobre la producción política del movimiento peronista desde la idea de resistencia. El momento donde el peronismo, la política popular, verifica la experiencia de la lucha; donde puede darse formas democráticas de organización; donde desarrolla representación y legitimidad. No es una organización paradigmática, no es el sindicalismo revolucionario, ni el partido político clásico. Tampoco son los sindicatos como poleas de trasmisión, ni las masas mitológicas. Es todo el peronismo posible.

En esa configuración, el pueblo puede hacerse presente en términos políticos de manera distintiva, particular, irreducible. Se trata en cierta medida de un desorden, de una infinidad de prácticas, formas de relaciones, comprensiones sobre lo común, instancias de mediaciones, interiorizaciones de experiencias políticas con vínculos disímiles en cuanto a los espacios institucionales, a las articulaciones entre realidades políticas y no políticas, a los modos de integrar lo barrial, lo fabril, lo sindical, lo cotidiano. Un conjunto irregular, desordenado, mediante el cual el pueblo se constituye como sujeto político, en contra del poder y del dominio. El peronismo es la concepción política que se desarrolla en esa trama, la organización popular es una idea y la CGT habita en la cabeza de cada compañero, como bien definió Ongaro.

Hoy, por el contrario, se confunde el desarrollo de la institucionalidad con la superficie de una orgánica y se borran las tramas en que puede hablar lo popular, el peronismo. Varias más son las derivas que decantan de esta confusión. Por un lado, las internas pasan a ser la anulación del otro, el no-diálogo, la exclusión que extingue todo juego político; por otro, la lógica de representación sólo se mide en encuestas, consultoras y en las urnas, o en sistemas de ponderaciones internos y endógenos. La condición política del sindicalismo, como otro ejemplo, queda reducida a la elección, la adhesión y la militancia partidaria. Mientras, los tejidos políticos son preconcepciones, imposiciones que cierran puertas y no armados que intentan producir historia popular. En este estado de las narrativas militantes, será difícil hacer pie sobre la crisis política de lo popular en la medida en que no se ponga en valor cómo se generan concreta y materialmente los procesos de consenso, de unificación, de disputa, en los distintos territorios políticos de la sociedad y, por lo tanto, los procesos de cuestionamiento, creación y cambio. Por el contrario, el menosprecio a muchas de las acciones autogestadas desde lo popular que confrontan con lógicas de poder solo ratifica que hay una militancia convencida de que siempre, en último término, la esperanza es ella misma, desconociendo que no hay capital político en quienes, como decía Perón, se hacen trampa jugando al solitario.

En este sentido, durante los últimos años, pero exaltados desde la derrota de 2015, sobreabundan relatos, imágenes, análisis, estrategias y seguridades históricas sobre las que se engarzan prácticas, razonamientos y acciones habladas, discutidas, calificadas, invalidadas o recuperadas según una banal concepción de la militancia popular.

En esta configuración, los cuerpos tienen valor no como irrupción popular en escena, sino según el espacio en el que se inscriben. Las afectividades están mediadas por el olvido sistemático de que todos cuentan y la certeza de que se pueden “regalar” biografías, espacios, tiempos. Con prepuestos de pureza según los cuales existen prácticas mejores y peores en la medida en que se acerquen o se alejen de la “verdad” sobre lo “popular”, sobre lo “revolucionario”; prácticas frente a las que todas las otras se vuelven meras enajenaciones. Esto redunda en la inconsistencia de “estar siempre”, pero siempre para los mismos y para lo mismo, en rutinas de premios y castigos estériles y autocelebratorias, y modos de consagración bajo formas válidas de desprecio o de bajada de precio, en lugar de condiciones de creación de contenciones amorosas, de resguardo colectivo. Este tipo de concepción de la militancia instaura un orden moral en el vínculo intersubjetivo que, como muestra Judith Butler, corre la dimensión ética que funda la relación política –aquella que interpela a la responsabilidad hacia el otro, en el plano de la sensibilidad primera, en el orden de la vitalidad inmediata– y normativiza lo más esencial del encuentro político, del vínculo militante, bajo un tono que oculta, disimula y soslaya esa presencia que puede fundar una comunidad de pares.

El deseo de castigo, de exclusión, el querer transformar el espacio vital del otro mediante una continua proliferación de juicios, propone formas universales de pensamiento y acción que no son sensibles a las particularidades que las integran, ni brinda respuestas a las condiciones culturales, sociales, políticas que desea incluir en su campo de acción. La moral juzga; la ética nunca juzga, porque está no en el orden de los valores transcendentales y abstractos, sino en el orden de los modos de existir, de las conductas, como implicancia política. La mayor consecuencia de esta indiferencia de carácter moral es que la condena, la denuncia, el vituperio, los modos rápidos de postular una diferencia ontológica entre quien enuncia el juicio y quien lo recibe, buscan depurarse del otro, lo instituyen como irreconocible, destruyen su capacidad ética, lo anulan en términos políticos porque menoscaban sus condiciones de autonomía, su capacidad de autorreflexión y su reconocimiento social como sujeto político, social, popular, movilizado, disruptivo. Las relaciones políticas éticas requieren no de la violencia sino del nunca violento y siempre permanente cuestionamiento del dominio propio.

¿Cuál es entonces el modo en que este tono moralista, conservador, construye los términos de su relación? Para Butler, se realiza en base a un entusiasmo acrítico. El entusiasmo propone una posición cómoda: parece esencialmente ético pero en realidad es una falsa moral. El origen de la constitución de todo sujeto siempre es una norma, pero la operación política permite ser crítico del origen de esa norma que modela, condiciona, establece la propia conducta. La militancia del entusiasmo no puede dar cuenta de ello porque se vuelve acrítica, se vuelve una entusiasta de la norma y de la normatividad con que interpreta, desarrolla e inscribe sus regulaciones políticas, las formas retóricas que éstas proponen y los discursos sobre los que se legitiman. Los entusiasmos pueden hacernos impermeables a la precariedad de la vida; por lo tanto, a la ética; por lo tanto, a la acción política profunda.

El orden de la práctica siempre se vincula con un orden simbólico, con las formas del decir y el modo de existencia que éstas implican. Cuando la apertura hacia todos los posibles dibuja un cierre sobre sí y se vuelve sobre el sentido mismo de la figuración simbólica y solo sobre ella, se reduce toda potencia política. Porque la política es la construcción de un espacio de vitalidad. En estas retóricas militantes, la idea de comunidad persiste no como entramado vivo sino como un eco, un anacronismo. Solo se hace presente, visible y palpable mediante figuraciones y abstracciones que entablan una relación con lo universal deseable pero que son incapaces de volverse apropiables para los sujetos.

¿Cómo trazar una apertura no limitada de antemano, una forma que no sea captura de esta visión figurativa del sentido? Mediante la comprensión sensible de que no podemos preservar nuestra muerte a expensas del otro sin que la muerte del otro implique la nuestra. Porque cuando el deseo actúa para capturar o detener el reconocimiento, solo hay muerte. Por el contrario, solo una crítica que, en lugar de juicios, multiplique señales de vida será portadora de una política del quién –dirá Hannah Arendt–, una política relacional donde la exposición y la vulnerabilidad de los otros representen para nosotros una demanda ética. Donde las regulaciones de nuestras prácticas se vuelvan un conjunto de reglas, formas, interpretaciones, lógicas de acción y razonamientos que deberá siempre ser ampliado, negociado, modificado, de una manera vital y reflexiva.