El físico argentino Enzo Tagliazucchi investiga los estados de conciencia a partir de la experimentación con el uso de LSD. Un extracto de los resultados de esa investigación forma parte del libro Un libro sobre drogas, que acaba de editar El gato y la caja y que apunta a desmitificar a las sustancias y a poner en relación lo que se sabe de ellas con la regulación, o no, de su uso.

¿Cómo es que llegaste al uso del LSD para investigar la conciencia?

A mí me interesa estudiar cómo el cerebro experimenta distintos estados de conciencia, es decir, el sustrato físico de esos estados de conciencia; hablamos de estados de conciencia reducidos, como el sueño, la anestesia o pacientes vegetativos, y estados de conciencia alterada, como puede ser durante los sueños o el estado psicodélico. La hipótesis de mi investigación es que existen esos estados de conciencia discretos y cada uno de ellos se asocia a características dinámicas del cerebro que intentamos explorar. Las preguntas que nos hacemos pasan, por ejemplo, por cuántos de esos estados hay, si es la misma la inconsciencia a la que se llega por el sueño profundo o por tomar un anestésico, si hay similitudes entre la psicodelia y el sueño. Yo soy físico, y esto está inspirado, casi románticamente, si se quiere, por la idea de los estados de la materia, como si los estados del cerebro pudieran describirse de una manera análoga a los de la materia.

¿Y es posible eso?

Es lo que estamos tratando de investigar, y parece ser que sí. Lo que estamos tratando de construir es una suerte de termómetro para medir la conciencia del cerebro, un número que nos indique en una escala si alguien está en estado de inconsciencia o si está consciente, o si está en un estado de conciencia extendida o ampliada, como puede ser el consumo de psicodélicos.

¿Existe el estado psicodélico sin consumir psicodélicos?

Es una gran pregunta. Mucha gente ha postulado que hay estados de conciencia, por ejemplo, en los sueños, durante los episodios oníricos, en los que se tiene suspendido el esquema de conciencia secundario, que tiene que ver más con la reflexión y la sensación del ego, del aspecto crítico respecto de la realidad. En este sentido, hay similitudes con el estado psicodélico, que te lleva a una especie de estado de sueño en el que esa conciencia secundaria está un poco disminuida. Fisiológicamente, aplicando técnicas de resonancia magnética funcional y de neuroimágenes a gente que consumió psicodélicos, encontramos cambios que son similares a los que se observan en los episodios oníricos y que además correlacionan con qué tanto le pareció a cada sujeto que su experiencia tuvo un carácter onírico. Le preguntamos, del 1 al 10, qué tanto les pareció estar en un sueño y encontramos que los que más dicen haber estado como en un sueño son aquellos cuya fisiología durante la experiencia se parece más al estado de sueño.

¿Cómo es la experiencia de hacer una investigación tan poco habitual como esta?

Todas las personas fueron reclutadas de boca en boca para el experimento y ya tenían experiencia en el consumo de psicodélicos. Sería irresponsable darle por primera vez una sustancia así a una persona y meterla en un resonador. Muchos son gente conocida de los investigadores, con lo que hay un cierto ambiente familiar. No ha habido ningún episodio dramático, nadie tuvo un “mal viaje”. Sí ha pasado que alguien pidió parar el experimento, pero nada grave. Es también interesante estudiar cómo los sujetos reportan su experiencia subjetiva. Los que participan del experimento después llenan un montón de cuestionarios que, en escala de uno al diez, indican, por ejemplo, qué tan intensas son las alucinaciones visuales que experimentan, o incluso variables más abstractas como la disolución del ego; algunos sujetos sienten que los límites entre su yo y el entorno se disuelven y tratamos de estimar la intensidad de esa experiencia. Me parece fascinante combinar las dos cosas.

¿De dónde viene la fascinación por lo psicodélico?

El LSD y la mayoría de los psicodélicos vienen de finales de la década de 1950 y despertaron una curiosidad enorme en la comunidad psiquiátrica; los psiquiatras comenzaron a consumirlo para experimentar lo que ellos creían que experimentaban sus pacientes. Usaban LSD como una droga psicotomimética, como si imitaran un estado psicótico.

Ponés el uso de sustancias en la serie de agentes que generan estados de conciencia, sin una valoración específica. ¿En qué te parece que eso podría aportar a la percepción que se tiene de ellas?

Mi interés siempre fue la ciencia sobre la conciencia. Ahora me encuentro un poco hablando muy seguido de psicodélicos pero mi interés siempre fue ese. Para mí los psicodélicos son una herramienta neurocientífica del mismo modo que lo es un resonador o un anestésico. Lo que me gustaría que se sepa son dos cosas: una, que así como el resonador o los anestésicos bien usados son herramientas seguras para la investigación, los psicodélicos también lo son. Por supuesto que tenemos problemas para usarlos por el marco legal.

Pero sos consciente de que esta investigación genera efectos sobre los mitos del uso de esa droga de forma recreativa.

Es un poco indirecto. Yo no hago una investigación, específicamente, sobre los riesgos. De hecho, esas investigaciones respecto del LSD ya están hechas hace décadas. Hace décadas que existe la evidencia científica de que el LSD no es una sustancia adictiva, que es fisiológicamente segura, que las personas que no están en riesgo de desarrollar enfermedades mentales no las desarrollan por tomar LSD y, sobre todo, que jamás ha habido una muerte por tomar LSD en la historia. Esas son cosas que se saben. Lo que yo hago es ciencia más básica y, honestamente, también aprovecho un poco el espacio que me abre hacer investigación básica para deslizar un poco qué son estas sustancias, de la misma forma que también me interesa popularizar un resonador nuclear. Hay, por supuesto, mucha más desinformación respecto de estas drogas que del resto de las herramientas que yo uso. Entonces me encuentro en la situación en la que me parece casi un deber como científico tratar de romper un poco con esa desinformación.

¿Por qué hay desinformación en este caso?

Es una gran pregunta. Creo que es un problema cultural, un tabú, porque por algún motivo en nuestras sociedades occidentales las drogas que modifican la conciencia son un tabú, o al menos lo son desde el comienzo de la llamada “guerra contra las drogas”, a comienzo de los años setenta. La desinformación llegó a un pico en esa época: se ha dicho del LSD una sarta de pavadas, que iban desde publicar la historia del tipo que tomó LSD y saltó desde la terraza para ver si podía volar hasta cosas completamente extraordinarias y falsas. Hay una manipulación de la opinión pública, mucho sensacionalismo, acoplados a los movimientos contraculturales que nacieron a finales de los años sesenta, lo que le da una coyuntura sociopolítica muy particular al tema. Los movimientos contraculturales se identifican muy fuertemente con los psicodélicos y hay, entonces, una suerte de contrarrevolución en la que abunda la desinformación y manipulación mediática y, finalmente, la legislación propiamente dicha. Y eso se arrastra hasta el día de hoy, me parece, hoy vivimos las secuelas de eso. Lo bueno es que creo que se están yendo.

¿Creés eso realmente?

Sí, creo que estamos viviendo una especie de revolución, en los dos sentidos: en el sentido cultural, político y social de romper con un paradigma obsoleto, y en el sentido científico, respecto de que los psicodélicos, bien usados, pueden ayudarnos a entender la conciencia de una manera también muy revolucionaria.

Parece haber una abismo entre la información con la que se cuenta sobre las drogas y la utilización que se le da a esa información para regular su uso.

Hay una grieta muy grande entre lo que sabe de algunas sustancias, sobre los riesgos de consumirlas y su estado legal. Ni en el libro ni en ninguna de las entrevistas que me hacen digo que el consumo de drogas esté libre de riesgos. Casi toda experiencia humana tiene riesgos, desde cruzar la calle hasta andar en moto o tener relaciones sexuales. Por supuesto que las drogas no son la excepción a eso. La gran pregunta es cuáles son esos riesgos y bajo qué condiciones esos riesgos se controlan y se minimizan de la mejor manera. En ese marco, lo que puedo afirmar es que hay drogas que son legales, que mucha gente no las llamaría drogas, pero lo son, como el alcohol o el tabaco, que son ubicuas –es decir, que te las encontrás en todos lados adónde vayas–, que están reguladas y otras que están afuera de la regulación. Y, cuando se estudian los riesgos del uso de esas sustancias, en todo sentido se encuentra que esas drogas legales tienen un potencial mucho más alto para generar esos daños que otras sustancias que están prohibidas como, por ejemplo, los psicodélicos. Ahí es claro que la evidencia científica está siendo ignorada para la legislación y la política. El punto no es nivelar y que todas las drogas tengan el mismo estatuto que tiene el tabaco y que uno pueda comprar LSD en el quiosco, sino todo lo contrario, que se pueda regular mucho más a las drogas legales –que están en mi opinión subreguladas, porque se accede muy fácilmente a ellas y tienen precios muy bajos, por ejemplo– y, por otro lado, lograr que drogas que hoy son ilegales puedan estar reguladas para que pueda accederse a ellas de un modo seguro.

¿En qué medida investigaciones como la tuya colaboran a crear un clima cultural distinto respecto de las drogas?

Romper el tabú es básico. Imaginemos que mañana prohibimos el alcohol. Estoy seguro que van a aumentar los accidentes de tránsito por gente manejando borracha. Por el tabú, porque el Estado no te podría decir que no manejes borracho, porque le mensaje sería “no tomes” y punto. Mucha gente me dice que cómo sería alguien manejando después de consumir LSD. Y más vale que no es buena idea, pero para dar ese mensaje sobre cuál es el modo más responsable de consumir, hay que romper el tabú por el cual el LSD es algo de lo que no se habla.

¿Cuál te parece que es el mayor aporte de Un libro sobre drogas?

Instalar la discusión masivamente, primero, pero además hacerlo de una manera informada, ese es su objetivo. Por eso la mitad del libro está destinada a enseñarle a la gente qué es un neurotransmisor y cómo actúan distintas drogas en el cerebro y, con todo ese bagaje, que las personas pasen a la segunda parte sobre políticas y regulación y puedan instalar una discusión con información. El objetivo es instalar la discusión sobre la disociación entre política y evidencia. Y, más globalmente, nos interesa esa relación en general, no solo en el caso de las drogas. ¿Por qué, a veces, tenemos políticas que aparecen disociadas de la evidencia? Por ejemplo, el calentamiento global: ¿por qué seguimos haciendo cosas que atentan contra la naturaleza cuando toda la evidencia científica apunta a que nos estamos yendo al diablo? Uno de los campos en los que esa disociación se hace más manifiesta es en el tema drogas. Y creo que va a ser el primero en caer.

¿De verdad te parece eso?

Tengo mucha fe porque, primero, hay un cambio generacional, hay gente más joven con más conciencia sobre los efectos negativos que tuvo la “guerra contra las drogas” que está tomando espacios de gestión; y, segundo, porque vivimos en una era en la que es mucho más fácil comunicarnos y eso hace mucho más fácil derribar estas situaciones contradictorias. La editorial que publica el libro, El gato y la caja, es un ejemplo notable de eso: empezó siendo una iniciativa de tres amigos en una casa y hoy es uno de los sitios de divulgación científica más visitados de América Latina y trascendieron hasta el punto de plantear la relación entre ciencia y política en la actualidad.

¿Qué opinión te merece la reciente regulación para el uso medicinal de la marihuana?

No soy un experto particular en marihuana pero, aún desde afuera, me parece un paso en la dirección correcta en cuanto al uso medicinal. Ahora, en cuanto al uso recreativo, existe un problema, en el sentido de que sigue siendo ilegal y no hay ninguna evidencia de que la marihuana sea más adictiva o dañina que el tabaco, por ejemplo. ¿Qué hacemos con esa evidencia en cuanto a la legislación? Evidentemente, hay que hacer algo, porque la evidencia dice una cosa y la legislación otra totalmente distinta.

¿Y qué se debería hacer?

El control de calidad, la comercialización y la regulación deberían caer en manos del Estado, y no de un narco en particular. Yo no estoy en contra de la lucha contra el narco, todo lo contrario: creo que el narcotráfico es una consecuencia nefasta de la lucha contra las drogas, que crea mafias que se relacionan después con otros delitos, como la trata de personas, que no es casual que muchas veces corra por los mismos carriles. La manera más sencilla de erradicarlo es seguir el rastro de la evidencia, que te lleva a la conclusión de que las drogas deben estar reguladas y controladas por el Estado mismo. Y ahí los narcos se van a quedar solos, porque ¿quién iría a comprar una droga a la calle, sin ningún control, cuando hay un marco regulatorio que te permite conseguir una sustancia, incluso para uso recreativo, que sabés que es segura?