El lunes tuve que avisar a la supervisora que me dolía una muela. Fui un rato antes. Cuanto menos comparta con ella, mejor, pero hay que avisar si vas a ir al médico y después traer certificado.  Era la hora de comer y el lugarcito que nos dan en el octavo piso estaba repleto. Lo compartimos con los de seguridad y no quedaba un solo banco para sentarme a tomar un té así que después de hablar con Yolanda me fui directo a cambiar. El vestuario también estaba repleto. Los que ya terminaban su turno, que entran a las 6, estaban a los gritos, cerraban los casilleros para la ropa, arrastraban los pies.

Estaba nerviosa: Yolanda, la coordinadora de mi piso se había quedado mirándome mal cuando le dije de la muela. Como si no me creyera. Me puse a ver el cartel del Sindicato de Maestranza en la pared mientras se desocupaban los baños. Las categorías son pocas; cuatro o cinco: oficial, oficial de primera, coordinadores, A, B y C. Y la antigüedad va a de uno a treinta años. Los que llevan más de diez años tienen cuatro semanas de vacaciones y casi 400 por mes por antigüedad. Por más que intente imaginarme cómo sería trabajar más de diez años en Impecable, me es muy difícil.

Yo sería oficial raso con menos de un año de antigüedad, o sea: 13.535 pesos. Pero jamás llegué a ese número desde que entré, descuento por esto o por aquello siempre termine en menos de 12.000. Volví a leer lo de los adicionales porque creo que acá no los están liquidando bien. Hay adicionales por vidrieros, por sanidad, por coordinación. Los números no dan, pero el delegado pegó esto acá. No sé. Las veces que viene, charla con el coordinador de todo Impecable en este edificio y con alguno que otro que lo conoce. Pasa un rato corto y se va.

Desde que entré estoy acá, pero hay gente más grande que viene hace años cambiando de un edificio a otro. Dicen que, en comparación, está bueno estar acá. Yo no sé. Este lugar está organizado como si fuera un convento. A veces me da miedo. Es enorme, oscuro y cada vez hay menos gente. Será que las muestras cierran a las siete y después de esa hora en el piso que estoy ya no hay nada. Después que pasan los de seguridad cerrando la parte de oficinas, salas y auditorios, quedo sola, no veo a casi nadie. Son las peores tres horas. Escucho puertas, voces, veo sombras. Me asusto. Mejor pensar en otra cosa: Ramiro. Cuándo lo vuelva a ver, quiero tener ese pantalón negro que vi en Galerías Pacífico antes de entrar.  Ojalá pueda tener otro franco en fin de semana. En la planilla del SOM no decía nada sobre los francos. Tampoco sobre los meses en que hay que tomar las licencias anuales, aunque la idea de salir de vacaciones el verano que viene todavía no parece muy real.

Terminé de cambiarme y fui al ascensor. Yolanda, que estaba en la puerta. Subimos juntas. También venía la de seguridad de mi piso, Elena. “Si vas al dentista me tenés que cubrir el franco siguiente. Porque tengo que poner un reemplazo”, me dijo Yolanda sin mirarme.  “Pero, ¿si llego a horario? Yo voy a ir antes de entrar”. “¿Y si no llegás? ¡Yo el reemplazo lo tengo que poner igual!”. La odie, pero me callé. Esto es lo que más me molesta de este trabajo y que no puedo explicarle a Tamy cuando piensa que soy desagradecida de lo que tengo. Acá adentro se hacen más fuertes las cosas que siempre me molestaron. Los vacíos, las reglas sin sentido. Y ahí entran todos los procedimientos: el control de carteras al entrar y salir, el registro de horarios, el uniforme sin recambio, la escasez de biromes para llenar planillas, la falta de té para merendar. Todo lo que no deja incluso realizar mejor el trabajo. Eso que nos deja incomunicados con los demás porque acá adentro nada nuestro tiene expresión verdadera. Me molesta todo lo que me aleja de lo que podría haber hecho si no estuviera trabajando acá.