A principios del 2015, me propusieron organizar un ciclo de lecturas de poesía en un centro cultural de La Plata, mi ciudad natal.
Imaginé un perfil posible para ese ciclo, y pensé en el tipo de evento al que a mí me hubiese gustado concurrir cuando vivía allí.
Y no dudé en pensar en el domingo al atardecer como el momento más propicio. Porque es cuando una enorme melancolía cae sobre las ciudades y pueblos de provincia.
Las personas se quedan en sus casas, escuchando radios AM, viendo algún programa anodino en la TV, mientras esperan que el domingo se termine para volver a las rutinas del lunes.
La gente piensa cosas tristes en el atardecer de domingo, momento en que se dan cita todas las ausencias.
Y no miento si digo que el lunes por la mañana es uno de los momentos en que más personas se quitan la vida. Es la conclusión extrema de esa melancolía y de un sentimiento de extravío difícil de precisar.
Para conjurar este sentimiento, muchas personas van a misa el domingo por la tarde. Y es en la misa donde se prefigura una de las claves para soportar ese momento. Porque las personas necesitan alguien que les hable. No importan sus creencias, necesitan palabras, para atravesar ese momento tan teñido de soledad y también de angustia.
Por eso –pensé– podemos ofrecer lo mejor que tenemos a mano, que es la poesía. Un domingo al atardecer. Y, por eso mismo, mi ciclo de lectura se llamó Misa de 7.
Ceremonia profana, por supuesto, que de algún modo se hizo cargo de lo que puede la palabra. En este caso, la palabra poética.
Yo quería darle un sentido a las lecturas públicas, ya estaba cansado de los eventos limitados a promocionar a tal o cual y que parecían agotarse en el narciso de los autores.
Por lo demás, tampoco era algo que hiciera para autopromoverme o tomar posición en “el ambiente”. Hace años que sostengo el oficio, no necesito esa autopromoción.
Me interesaba, sí, difundir a los poetas que me gustan, sin límite estético o generacional. Fui convocando autores de variada procedencia, cuyas obras me interpelan por distintos caminos.
Mi modelo, en cierto modo, era “El show de Johnny Cash”, un programa que el cantante tenía por TV, y en el que invitaba a otros artistas que cantaban para él, con público. Bueno, yo hacía lo mismo: invitaba a poetas a que lean para mí, delante de la gente.
Y el público empezó a acercarse a escuchar poesía. No era, obviamente, una multitud, pero en pequeños grupos iban llegando personas atraídas por la propuesta de escuchar poesía en el atardecer del domingo. Cuando terminaba cada jornada, esas personas se llevaban “algo” a sus casas: una imagen, un pensamiento, una secuencia rítmica, un “algo” de alivio.
La recuperación de la palabra frente a la maquinaria mediática implica también una descolonización emocional, un acto de reconocimiento que deshace los mecanismos de enajenación a los que nos vemos sometidos a diario. La palabra disputa un territorio.
Hago estas reflexiones en voz alta, pensando en el alcance de la palabra como herramienta de restitución de sentido en tiempos caóticos y muy desgraciados a nivel planetario. Las malas noticias para la población se suceden a diario: la calidad de vida disminuye, retroceden los derechos sociales y democráticos, emergen figuras extrañas y amenazantes, vuelve el odio como factor movilizante.
Ciertamente, no parece un contexto favorable para la salud mental de nadie. Es cuestión de pensar solo en las crisis de refugiados de África y Medio Oriente en Europa y preguntarse cómo crecerán los niños refugiados, qué visión del mundo van a desarrollar de aquí en más, y qué les ofrece un “mundo civilizado” que, por lo demás, los empujó a esa situación.
En ese punto, poesía y salud mental se vinculan amorosa y polémicamente.
De Freud a Derrida, de Lacan a Foucault, de Marx a Jung, de Nietzche a Gramsci, no hubo pensador contemporáneo que no se interrogue sobre cierto misterio en torno de la poesía, que siempre parece llegar antes que cualquier reflexión filosófica, estética o existencial. Como si, por sí misma, la palabra poética pusiera en crisis la idea de “representación” de un pathos: lo “presenta”, no lo “representa”, sobre todo a partir del momento en que la poesía contemporánea se afirma en la “imagen” y deja atrás la “metáfora”.
Creo que es en la poesía donde se concentra el mayor vigor, real y potencial, de la palabra como posibilidad de apertura. Una llave para abrir e iluminar nuestras oscuridades. Por eso, justamente, es tan perturbadora, y tan poco difundida. La vida habitual de las personas transcurre como un relato en prosa, desde que se levanta por la mañana, concurre a su trabajo y se relaciona con el mundo y las cosas. La poesía, en cambio, propone otra sintaxis, otro modo de hacer respirar las palabras, el habla y la escritura. Por eso es más perturbadora, más compleja su lectura: pone a “trabajar” al lector por fuera de los límites de lo obvio.
Más de un novelista ha confesado su deseo incumplido de “ser poeta”. ¿Por qué? Porque con unos pocos versos, precisos y potentes, es posible llegar al corazón de los otros, establecer un puente, vincular lo que está disperso, unir lo que aparece como incompatible.
La poesía tiene mucho que decir y mucho por aportar al campo de la salud mental. Sea a través de lecturas públicas, de talleres en escuelas u otras instituciones, y de la creación de bibliotecas. Es parte de la lucha de toda comunidad por preservar el valor de la palabra frente a los factores de desintegración que impone la época.
Perder la palabra es perderlo casi todo, empezando por la salud mental.
“La poesía debe ser hecha por todos”, dijo alguna vez Isidore Ducasse, el Conde Lautreamont, alguien que caminó por la cornisa de la locura, como Holderlin, como Artaud, como Jacobo Fijman, y tantos otros autores.
La lectura de poesía –y esto lo digo yo– merece un lugar más que destacado en la enseñanza de literatura, y debería estar incluida en todos los programas educativos y en todos los programas de salud. La lectura y la práctica. Porque el primero en liberarse, en una secuencia que retorna cada vez, es el propio poeta.
Pienso, ahora, en un bellísimo poema colectivo, puesto “en acto”. En 1970, durante el festival de música de Isla de Wight, Leonard Cohen pidió a las 600.000 personas del público que encendieran cada una un fósforo. Quería localizarlas en la oscuridad. Los fósforos comenzaron a encenderse. “Es una gran nación –dijo entonces el canadiense– aunque es muy débil. Tiene que hacerse más fuerte, antes de reclamar su derecho a la tierra”.