claudio-martinez-bel-2

No hay duda de que el camino que ha transitado Claudio Martínez Bel desde que egresó del Conservatorio de Arte Dramático, hace más de tres décadas, estuvo marcado por relevos que supo aprovechar. Se acercó a las técnicas del clown, a la escritura del teatro criollo, todo con una sola obsesión: ser un buen cómico. Actor en la invalorable pieza de Maurcio Kartun, Terrenal, director de La Denuncia, de Rafael Bruza y docente de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático, Claudio es todo eso, acompañado de un gesto bufo que no deja de reírse del poder.

Durante los 90 tuvimos un dúo con Gabriel Goity, que llamamos Los Galangrotes, galanes del grotesco, con el que hicimos una versión libre de La fiaca. Una obra muy graciosa, con la que les nos muy bien y sobre la que Osvaldo Quiroga escribió en La Nación una crítica titulando “Payasos que conmueven y divierten”. Nosotros nos ofendimos porque somos actores de conservatorio más que payasos. En un festival de teatro, el crítico Luis Ordaz también nos trató de “payasos modernos”. Nosotros, decíamos, somos actores, no somos payasos. Cuando yo salí del conservatorio el payaso era el de circo y después digamos que se convirtió en una herramienta para la formación actoral. Cuando conocí la técnica, me di cuenta de que esa herramienta del clown sistematizaba lo que yo soy: lo que me pasé viendo en los cómicos toda mi vida, el estudio académico para convertirme en actor, y algo natural que traigo. Funcionó.

A la hora del sinceramiento con el público que plantea la técnica del clown, ¿notás que, más allá de que es una herramienta buscada, pueden surgir resistencias por parte de los actores?

Sí, hay mucha resistencia. Es bravo. Pero es tan bravo como cantar en público. Digamos que te angustia, te emociona, te hace llorar. En el seminario que doy en la EMAD, como es extracurricular, los alumnos no están obligados a venir. Pero vienen muchos, igual, cuando están motivados y cuando necesitan venir. Para hacer esta materia tenés que estar alineado en algunas cosas. La edad de los chicos es de veinte años promedio. Acepto todo, menos a los de primer año que acaban de salir del secundario y en actuación los llevan por un lado y en el clown para otro.

¿Qué relación hacés entre esa edad, los veinte, el humor y las condiciones en que se da lo cómico? Debe haber algo que pasa a los veinte o en cierta franja etaria más permeable, más flexible.

Yo lo primero que veo es que vienen bárbaro. Vienen con mucho humor, con unas ganas bárbaras, con mucho entusiasmo. Tienen muy cerca el juego o vienen con el juego bien. Ahora, cuando hay que entrar en zonas de lo que tiene que ver con el compromiso emocional, con el amor, todos ahí flaqueamos. Ahí es el gran tema. Me parece que es algo de nuestra idiosincrasia y es que estamos muy irónicos en general y entonces vamos a hablar del amor y nos ponemos irónicos en un lugar que no es de ponerse y enamorarse y ponerse sensible, sino que nos ponemos en modo “te quiero coger y me lo saco de encima”. Pero no es algo de los chicos de veinte, es en todos. Me pregunto si es algo de acá, si será solamente de esta ciudad y este país o será algo mundial. Será algo de que la ironía ganó y yo me peleo mucho contra eso. La ironía está muy instalada, es una manera de defenderse para no sentirse afectado por mostrar una debilidad. Es un palo en forma de humor para defendernos de los posibles palos que vengan. Estamos todos así, defendiéndonos. Yo trato todo el tiempo de proponer, si se puede, hacer una construcción amorosa. No es sencillo, pero es mi objetivo. Cuando aparece la ironía con mis alumnos y la muestro y la descarto, compran; pero después cuesta: racionalmente, desde el concepto también compran lo colectivo, después ponerlo en práctica es lo más costoso.

¿Nariz o no nariz?

Depende el día y depende del material, si lo necesita o no. Yo no le doy importancia a la nariz, en general no importa. Es una máscara, te la ponés y te la sacás. No me importa eso. No hay ceremonia, no hay ritual. Es una máscara. Para mí, no es importante la máscara, la nariz, el personaje, la obra, no es importante ni siquiera el teatro o el edificio. Son construcciones que hacemos los seres humanos porque de esta manera hemos sobrevivido. Pero no es importante.

¿Qué se siente trabajar con Mauricio Kartun?

Todos queremos que nos llame Mauricio Kartun. Todos. Es más, yo estoy propagando algo que es que la gente tenga un mantra antes de que salga a la función o un proyecto que diga “Kartun, Kartun, Kartun”. Funciona, es como Pugliese. En el teatro, lo tenemos a Kartun. Cuando te va bien y mantenés el sistema cooperativo es un placer porque, en general, a los creadores cuando les va bien la quieren toda para ellos. Y Kartun gana lo mismo que el asistente, que es un pibe que tiene treinta años.

¿Y qué hay de sus textos, esa gramática que tiene?

Es bravo, uno no está acostumbrado porque él no escribe como se habla. Es su gran trabajo de toda la vida. ¿Por qué va a escribir como se habla, si el trabajo del dramaturgo es hacer otra creación con respecto al habla? Calderón de la Barca no escribía como hablaba la gente en la calle en esa época, ni Shakespeare, ni Molière. Nosotros tenemos esa responsabilidad. Te encontrás con los textos y decís: “¡Qué bueno está! Ahora, ¿como carajo lo hacemos?”. Y es un flor de laburo pero, por suerte, le encontramos la vuelta y sale. Por otro lado, hay algo de lo colectivo que está tanto en los ensayos como en las funciones, A veces hablo con amigos y me pregunto: “¿cómo es que tal persona, que conozco hace veinte años, de pronto se haya convertido en otra?” Tendría que ser el mismo pelotudo de siempre con el tiempo trascurrido. Eso es lo que siento con Mauricio Kartun: para mí es el mismo de siempre con ese enorme caudal de talento y sabiduría que tiene y es un placer estar con él en el escenario, en camarines. Y salís a jugar el partido lo mejor que te sale; se hace sencillo, porque no hay solemnidades. Las cosas están claras. Si está claro, es fácil.

Con respecto a La Denuncia, de Rafael Bruza, el tema de la obra es siniestro, pero tratado en una época en la que no lo era tanto. ¿Cómo lo abordaron?

La temática es un horror. Pero esto fue así, a mí me llamaron, yo no busque el texto. La obra es muy graciosa. Hoy en día es un horror, hay un abuso de una piba, etcétera. Me planteé cómo hacer para que todo esto no se vuelva en contra, lo consulté con colegas, con Kartun. Y la manera que busqué es hacerla como una compañía de actores de aquella época, que cuenta historias de aquella época. Traté de alejarlo, de ponerle máscaras, incluso con la música. Todo para que sea claro que está ocurriendo en otro momento, en otra época. Busqué prototipos de tipos de actuación de otra época, como si fueran de la Comedia del Arte. Me metí con esas cosas, con la gauchesca y funcionó bien. Ahora, lo que más funcionó fue que todos aceptamos lo que se producía, donde todo se suma para aportar al trabajo.

Eso tiene una connotación bastante peronista, un ejercicio de sumarse en la acción, de estar adentro sin pelearse. Así como puede haber una tradición siniestra en nuestro país también hay una tradición de compañerismo, no tiene que ser todo judicial.

Yo me hice peronista hace poco. Una tía me decía siempre: en vez de lucha por la cima, por ver quién la tiene más grande o luchar por quién tiene más plata o por quién es el mejor, pongamos el esfuerzo en lo que estamos haciendo y nada más. Que eso sea lo mejor. A mí me llevó un tiempo resignar todo eso, porque yo estaba pensando, como todos, en mí hacia adelante. Y cuando te das cuenta de que hay otra cosa que es más interesante y lo empezás a probar, es un placer enorme. El año pasado en un grupo de alumnos le pregunté a uno si iba a votar a Macri. Batí la justa, porque me dijo que sí. Después me escribe que yo me había equivocado, que lo había expuesto porque no había que hablar de política ahí, etcétera. En otro momento lo hubiera mandado a cagar, pero le dije: “vení, quedate, juguemos con la diferencia, ¿cuál es el problema? Te expuse como me expongo yo y nos exponemos todos”. Y volvió. Es un grupo mayoritariamente peronista-kirchnerista y él está ahí y convivimos bárbaro, nos cagamos de risa, hay una chicana cada tanto pero convivimos bien, cómo no se va a poder.

¿Cómo hacés para recuperar los universos que genera la actuación? En Perras se veía todo un universo con las dos perras. En Terrenal aparecía la construcción del universo del solar.

Fue muy difícil de encontrar. En Perras nos la teníamos que pasar mirando cada uno a su perra. Y verla todo el tiempo. Al mismo tiempo, hacíamos el laburo de vínculo con el otro y en el espacio, lo que generaba que, cuando lográbamos una cosa, se perdía la otra. Fue un laburo muy arduo de construcción. Yo parto siempre de la estupidez, que es la guía, es algo fundamental: los seres humanos somos estúpidos. Después, como somos inteligentes también, tratamos de taparlo. Si mi impulso me lleva a algún lugar, yo lo sigo; y, después, si eso a la vista del otro sirve, veo cómo hago para hacer una construcción mía de algo que al otro le gustó, pero que partió de la estupidez. Un ejemplo: estábamos ensayando Terrenal, estábamos esperando para hacer el primer texto y no dábamos pie con bola. Y yo estaba mirando un cartel que estaba puesto ahí en el estudio de Kartun, un cartel de teatro viejo, que decía: “I Roi, Circo Hermanos Podestá”. Y yo miré y asocié con Irma Roy y empecé a usar como mantra “Irma Roy”. Y Mauricio se cagó de risa y dijo: “sí, por ahí, por ahí”. Y eso quedó siempre. Después me preguntaban “¿De dónde lo sacaste?”, y es una estupidez. Pero encajó. Y, a partir de ahí, yo trabajo seriamente sobre eso. Con toda mi capacidad intelectual al servicio de esa estupidez.

Sobre la estupidez y el humor, hay una suerte de aporte que hacés en el escenario y en la docencia, que genera un horizonte político en una sociedad irónica y, a la vez, siniestra. ¿Qué horizonte hay para un bufón que además educa pequeños bufones?

Pensé lo siguiente: en algún lugar van a florecer, como sucedió en otras épocas, los cómicos como ídolos populares. Y el humor es la mejor manera de darle palazos a todo el mundo. Cosa que, en este momento, no ocurre. En este momento el humor televisivo está al servicio del poder. Salvo Capusotto, que es el único. Si trabajamos arduamente en las nuevas generaciones, habrá alguno que tendrá las herramientas para lograrlo. Nunca lo pensé para mí, porque yo elegí otra carrera, elegí tener un kiosco, un kiosquito de barrio, esa es la nuestra. Pero sí generar semilla, trabajo en los muchachos, que alguno va a pegar ese salto y va a usar lo que le damos de manera correcta. Eso es algo que pensé muchas veces. Dudo que haya espacios dónde hacerlo: un poco en el teatro independiente; un poco en el cine independiente; pero en televisión, no, definitivamente, de ninguna manera. Tengo alguna ilusión de que volverán a surgir grandes cómicos argentinos, porque los pibes tienen tiempo y talento, el tema es que encuentren dónde.

Fotografía: Patricia Almazán